Isabel Coixet: Marguerite Duras cosiendo retales
La voz de Marguerite Duras aparece a menudo en sus películas. Ella descubrió tarde el poder de su voz, esa fuerza tranquila y magnética que no se achica incluso ante voces tan percutantes como la de Gérard Depardieu en Le camion. A veces, una de sus actrices fetiche, Delphine Seyrig, parece imitar su fraseo, sus silencios, la manera de empezar las frases con esa ambigüedad sutil entre el punto y seguido y el punto y aparte. Hoy, en La Virreina, en Barcelona, se puede ver una exposición dedicada a ella, con valioso material: podemos ver desde Le navire night o la misma Le camion hasta India song, cuyo tema principal firmado por Carlo D’Alessio ha sido durante años, desde que la descubrí, a mis catorce en la Filmoteca de la calle Mercaders, la banda sonora que habita mi cabeza y aparece en ella en el momento menos pensado. Y ese impagable documento en el que Godard esquiva la mirada de Duras y pretende no haber leído nada de ella. Acaba de aparecer en Gallimard un interesante Lettres retrouvées, donde Michelle Porte cuenta cómo se filmó ese improbable encuentro entre Godard y Duras. Confieso que no pueden gustarme más los chismes literarios. Son, para mí, la prueba de que nuestros mitos son terriblemente humanos. Godard cabreado al darse cuenta de que la auténtica protagonista del documental era Duras y no él. La historia no será clemente con el ego y las malas maneras de muchas leyendas.
En Le Petit Saint-Benoit, pido su menú favorito y, mientras deshago las migas de pan sobre el mantel a cuadros, me pregunto cuánto de ella queda aquí
Duras no se llamaba Duras, sino Donnadieu, y ella se quitó en cuanto pudo el nombre familiar, el nombre con el que firmó ese maldito informe en Indochina, del que luego renegó. Ese informe que iba contra todo lo que creía. El nombre de la adolescente que tuvo un amante chino. El nombre de una madre que luchaba inútilmente por alejar el implacable océano. Duras, a diferencia de Donnadieu, no se acaba nunca. La Duras resistente, amante, libre. La Duras dolor. La Duras teatro, cine, novelas, ensaladas de col y sopa de cebolla en Le Petit Saint-Benoit, justo delante de la casa en la que vivió veinte años y murió en 1996 en la calle Saint-Benoît, a dos pasos del Cafe de Flore, donde hoy los turistas vuelven a hacer cola para comer huevos revueltos cuyos precios desorbitados harían a Marguerite, siempre frugal, revolverse en su tumba. Estoy ahora en esa calle y miro la placa que conmemora su presencia allí. Luego, en Le Petit Saint-Benoit, pido su menú favorito y, mientras deshago las migas de pan sobre el mantel a cuadros, me pregunto cuánto de ella queda aquí y sólo puedo responderme lo que sé que queda en mí de esta mujer de cuello corto y ojos penetrantes y fraseo mágico.
Una de las cosas que más le gustaban a Marguerite Duras era ir a mercadillos, comprar retales y coser con ellos chaquetas, faldas o cojines. En la foto del libro de Michelle Porte sonríe como una niña delante de la máquina de coser, haciendo aplicadamente una falda que haría compañía a todas las prendas que languidecían en su armario y que no se pondría nunca.