No nos merecemos los políticos que tenemos, ¿o sí?
Es lo que tiene la democracia: da voz a todos los ciudadanos sin excepción, y estos pueden votar a cualquiera de los partidos que se presentan
Durante el II Congreso del Foro de Profesores celebrado esta pasada semana en Sevilla, en el curso de una de las muchas magníficas ponencias a las que asistí, se dijeron aquellas cosas que suelen apuntarse en relación a los políticos españoles: no están suficientemente preparados, no nos los merecemos y los de antes eran mejores que los de ahora. A la vista de los males que nos acechan y el modo en que nuestros representantes se comportan, lo fácil es concluir que son ciertas tales afirmaciones. Sin embargo, conviene analizar si realmente todas lo son y, en caso de que lo fueran, en qué grado y por qué; y, de paso, cuáles son las soluciones a estos males, en caso de que las hubiera.
Es un lugar común afirmar que nuestros representantes no están suficientemente preparados. Y por dos razones principales: su falta de preparación y, sobre todo, por su falta de experiencia fuera de las instituciones, es decir, allí donde se les valoraría en función del trabajo realizado y de los objetivos alcanzados. Es cierto que tanto la preparación académica como la experiencia laboral son cuestiones importantes para que uno pueda dedicarse a la cosa pública, y a todos se nos ocurren nombres de personas (ministros y ministras incluso, nada menos) de las que pensamos que en absoluto tienen la capacidad suficiente no ya para regir el destino de un país, una comunidad autónoma o un municipio sino ni siquiera para presidir una comunidad de vecinos; sin embargo, hay o hubo entre nuestros representantes quienes tienen o tenían vasta formación académica y amplia experiencia laboral y que, una vez en las redes partidarias, se confundieron con el paisaje mediocre de la política. Algunos salieron escaldados, a otros no se les votó y otros siguen ahí, como cualquier otro.
Ahora los adversarios no son aquellos con los que debes colaborar o pactar para encontrar las mejores soluciones, sino enemigos a los que incluso se les niega el derecho a existir
Como problemas esenciales del sistema se citaron, además, la partitocracia, que todo lo condiciona, la politización de nuestras instituciones (o sea, su privatización a manos de los partidos), las puertas giratorias o el sectarismo político. Los partidos necesitan llegar al poder para aplicar las ideas en las que supuestamente creen y para subsistir como organizaciones, y para ambas cosas necesitan el voto de los ciudadanos, para lo cual despliegan toda su estrategia, sin límite de ningún tipo. En este contexto, proliferan la demagogia, el cortoplacismo y las promesas imposibles que después se olvidan o se incumplen sin el menor rubor. Es extraño que un representante público diga a sus representados aquello que estos no quieren oír y mucho menos que les lleve la contraria, y es extraño que un político del partido que sea se atreva a dar la razón públicamente a un adversario. Más bien al contrario, ahora los adversarios no son aquellos con los que debes colaborar o pactar para encontrar las mejores soluciones, sino enemigos a los que incluso se les niega el derecho a existir. Y a partir de ahí todo lo demás: el envilecimiento de la vida política, el extremismo, la polarización y, a veces, el hartazgo de la gente. Y con la aquiescencia o el apoyo de los grandes medios.
La política es un lugar donde nada es lo que parece y el parlamento se ha convertido en una enorme representación teatral. En parte, es una de sus funciones. Y los ciudadanos deben refinar lo que se dice para atisbar qué es lo que realmente se decide, tratando de apartar el grano de la paja, la verdad de la mentira, si antes no ha descartado definitivamente tamaño empeño y decidido pasar olímpicamente de todo. Además, a los políticos los vemos actuar, sonreír sin ganas y moverse y hablar de una manera prefabricada, al objeto de parecer esto o aquello o todo lo contrario. Se dice que el Congreso de los Diputados es el lugar donde mayores dislates pueden llegar a decirse; en mi caso, tengo dudas, pues es en la calle donde he oído justificar a ETA, afirmar que Putin mal pero peor Zelensky, defender la pena de muerte o… cualquier cosa que se nos ocurra. Es, sí, lo que puede escucharse en los parlamentos… pero dicho de manera más bruta y grosera. Y no siempre. Con la incorporación de los nuevos partidos a los diferentes parlamentos, podemos decir que ya estamos todos. Lo mejor y lo peor de cada casa. Es lo que tiene la democracia: da voz a todos los ciudadanos sin excepción, y estos pueden votar a cualquiera de los partidos que se presentan.
Por otro lado, si echamos la vista a nuestro entorno democrático, en muchos países están igual o peor, aunque ya sé que mal de muchos consuelo de tontos. No solo tienen semejantes problemas sociales y económicos, sino que no se han librado de populistas de la peor calaña. Berlusconi en Italia, Trump en EE.UU. o Bolsonaro en Brasil son solo unos pocos ejemplos de los muchos que podrían ponerse. Y en Francia la ultraderechista Marine Le Pen acaba de obtener el mejor resultado de su historia.
La Quinta del Buitre juega mejor cada día, nunca nadie ha vuelto a escribir como Cervantes y la juventud de antes era otra cosa. Por no hablar de los amores juveniles
Además, es habitual que se recuerde a nuestros políticos de antaño con admiración, incluso a los que nunca habríamos votado. «Aquello era otra cosa», se nos dice. Sin embargo, esto es algo que siempre se ha dicho y criticar a los políticos del momento ha sido tan habitual como admirarlos luego, una vez muertos. Más allá de que en ciertos momentos de nuestra historia tengamos la idea de que nuestros representantes estuvieron a la altura (o al menos ahora nos lo parezca), también es cierto que la nostalgia convierte a los calvos en cabezas rizadas. Así somos los seres humanos. La Quinta del Buitre juega mejor cada día, nunca nadie ha vuelto a escribir como Cervantes y la juventud de antes era otra cosa. Por no hablar de los amores juveniles: aquello sí que era el amor verdadero.
En fin. Hay veces que pienso que algunos de los males que padecemos son consustanciales a la democracia y, sobre todo, a la partitocracia en la que se basa aquella. Desde luego, hay medidas que yo mismo he defendido que creo que podrían mejorar nuestro sistema. Volveré sobre ellas en otro momento. La cuestión es tratar de acercar a las instituciones a personas capaces, con cierta experiencia y con buenas ideas, sí, pero también a personas honestas que, sin sectarismo ni ceguera partidaria, traten de verdad de mejorar las cosas anteponiendo el interés general al partidario. La cuestión es que a estas las eligen los ciudadanos, así que quizás, solo quizás, la responsabilidad es nuestra. Y quizás tenemos lo que nos merecemos.