Metáforas peronistas
Si el peronismo no tuviera continuidad no habría tamaña perduración. ¿Continuidad ideológica? Más bien estilística. Late un ayer en los vaivenes de hoy, por más novedosos que parezcan los maridajes, los divorcios, los antagonismos, las disputas de poder, la ampulosidad, las grandilocuencias del presente peronista. Presente renovado, siempre creativo. La gloria no es una meta nueva ni necesariamente proporcional a los éxitos alcanzados.
“Usted se encuentra en la casa de Perón y Evita; aquí se gestó la Revolución Nacional Justicialista”, informa un cartel en la entrada de la quinta de San Vicente, a 55 kilómetros de la ciudad de Buenos Aires, oficialmente Museo Histórico 17 de Octubre. El museo, que solo abre sábados y domingos, tiene entrada gratis. Depende del Estado provincial.
No es la Acrópolis de Atenas saqueada por los persas en el año 480 a. C. que los atenienses decidieron dejar como estaba en memoria de la barbarie persa, pero en los jardines hay estatuas gigantes sin cabezas de Perón y Evita a las que el peronismo –o podría decirse el Estado- exhibe así, decapitadas, con el propósito de que no se olvide la barbarie antiperonista. Las estatuas, que el escultor italiano Leone Tomassi, escogido por Evita, había realizado para el frustrado “monumento más grande del mundo” que iba a homenajear al Descamisado, a Perón y a la propia Evita, fueron recuperadas del fondo del Riachuelo, adonde habían ido a parar en tiempos de la Revolución Libertadora. Eduardo Duhalde las hizo trasladar a San Vicente en 1996.
Otra estatua de la serie, la que Tomassi esculpió para que personificara “la independencia económica”, se salvó del hediondo Riachuelo y pasó a la clandestinidad. Un día apareció en un depósito del puerto de Mar del Plata. Vestigio resiliente de la dependencia económica, acabó emplazada en el corazón del puerto marplatense, donde todavía se la conoce como monumento al Hombre de Mar. Doble y extraño malentendido: al pie una placa asegura que el monumento homenajea a Frondizi.
Si el peronismo hubiera cumplido con su palabra y con la ley 14.124, de 1952, la “Independencia económica”, un blanquecino sujeto atlético que mira al porvenir -hoy mira al mar-, debería erguirse orgullosa entre paredes de mármol, frisos y columnas romanas donde ahora está la Floralis Genérica de 23 metros de alto, cuyos seis pétalos de acero inoxidable se abren de día y se cierran de noche, siempre que ande. La ley 14.124 es la que ordenó erigir un monumento al Descamisado de 137 metros de alto (dos veces el Obelisco) y 43 mil toneladas, que se iba a yuxtaponer con el Mausoleo de Evita, por ella dispuesto en vida.
Primero se pensó en hacerlo en Plaza de Mayo. Dentro del peronismo grandes discusiones tuvieron como protagonista a alguien hoy muy mentado: Héctor Cámpora. Para mejorar la perspectiva sobre la “Evita” gigantesca y que se la viera de todas partes, como la Torre Eiffel, decían en los cincuenta, a Cámpora se le ocurrió la idea de tirar abajo los edificios circundantes, no la Casa Rosada pero sí la intendencia. Y eso que en esa época al intendente no lo elegían los porteños sino Perón. También había que volver a correr la Pirámide. Un lío. Al final resolvieron que era más sencillo mudarse a Palermo.
Pero una vez allí, al lado de la Facultad de Derecho, la discusión ya sin Evita la ganó la parálisis. Se trató del único mausoleo cuya edificación quedó trunca debido a la muerte de la destinataria.
Faltaban tres años para que llegara la Revolución Libertadora, culpada de todas las imperfecciones por la historiografía peronista, y efectivamente esa dictadura acabó con la totalidad de las obras realizadas: tapó el pozo.
La flor grandota sin perfume, en la avenida Figueroa Alcorta, germinó sobre demasiadas tumbas frustradas. Por no decir que tapa también el segundo gran agujero que hizo el peronismo -dicho acá, de nuevo, sin pretensión alegórica-, el del Altar de la patria. Una construcción mucho más modesta que su predecesora, de apenas cincuenta metros de altura, en plena Argentina Potencia. Mausoleo que iban a compartir los restos de Perón y Evita junto con los de San Martín, Rosas, Yrigoyen, Facundo Quiroga, Fray Mamerto Esquiú y con un aprendiz de arquitectura egipcia, ideólogo de esta segunda obra faraónica: José López Rega.
La conciliación de los argentinos, en un país pacificado y unificado, fundamentaba esta iniciativa del ministro de Bienestar Social, que en el ministerio, precisamente, guardaba las armas de la Triple A. Se adelantaba el ministro en su revista Las Bases al deseo contemporáneo de acabar con la grieta. Proponía liquidar las antinomias “unitario o federal, colorados o azules, peronistas o antiperonistas”, porque “la idea es que todos los hombres y mujeres que hayan alcanzado una dignidad nacional por su esfuerzo ocuparán un lugar común, donde nuestra gloria patriótica estuviera unificada” (López Rega manejaba mucho mejor la mayordomía que los verbos). Su reflexión celebraba el frontispicio que él prometía para el Altar de la Patria: “Aquí estamos reunidos en la gloria. Prohibido llevar nuestro recuerdo en perjuicio de la unidad nacional”. Sus métodos nocturnos para acabar con la grieta, despiadados, dramáticos, seguramente a su juicio resultaban más expeditivos.
El Brujo, que por algo era apodado así, fue el 11 de noviembre de 1974 a poner la piedra fundamental del lugar eterno que él mismo se amasaba, acompañando a Isabel Perón. “Esta obra -auguró in situ la primera presidenta-, cuya monumental estructura y su acabada perfeccionalidad como expresión de arte y de la técnica constructiva será, a no dudar, la admiración de cuantos las visiten en el futuro”. A no dudar.
Pero la perfeccionalidad no pudo ser constatada fuera de la maqueta. De la obra, queda dicho, sólo alcanzó a hacerse otro pozo, este más trascendente, eso sí, dado que la metáfora hizo metástasis: rompieron sin querer el caño maestro de Buenos Aires. Los desbordes antes que la siguiente dictadura obligaron a parar todo y a desviar el tránsito de Figueroa Alcorta durante largos meses que ningún automovilista olvidaría. Pero de la idea de empardar a los próceres algo quedó, López Rega fue envuelto al morir (preso) en una bandera argentina.
Tal vez haga falta recordar que los despojos mortales de Perón y Evita quedaron separados desde que Videla los expulsó de la quinta de Olivos. Los traqueteados restos de Evita están, bajo dos planchas de acero, en el panteón de la familia Duarte, en Recoleta.
Evita comparte cementerio con buena parte de los héroes y grandes hombres y mujeres de la cultura argentina, aunque si es por destino tal vez ella se habría quejado de que terminó en Recoleta entreverada con la oligarquía que repudiaba. Mitad por desacuerdos familiares, mitad por la agitación lacerante que padeció desde 1955 el cadáver más famoso de la Argentina.
El traslado de los restos de Perón desde Chacarita hasta San Vicente, el 17 de octubre de 2006, no reforzó el entusiasmo por llevar a Evita al mausoleo erigido este siglo en la quinta de fin de semana del matrimonio y donde ella tiene un lugar reservado. Zarandearon al ataúd con violencia absurda sendas patotas de sindicatos peronistas enfrentados.
El mausoleo de Perón es ciertamente más sobrio que el de Kirchner en Río Gallegos, en parte debido al entorno, la inmensa quinta arbolada en la que Isabel Perón pasó la última parte de sus cinco años de prisión. El edificio mortuorio de Kirchner, donado por Lázaro Báez, está enclavado en un cementerio estándar junto a pequeñas bóvedas, tumbas y nichos de santacruceños.
Mucho se dijo ya de la necrofilia peronista, asunto que nutrió con fortuna la genialidad literaria de Tomás Eloy Martínez. Pero es por lo menos curioso el procesamiento de la propia memoria que hace un movimiento para el cual la memoria nacional se volvió causa.