Washington y La Habana: cambio y continuidad
Parecería que cada vez que se publica una nueva encuesta, o se da a conocer alguna carta de un alto ex funcionario, se suscita la esperanza que la política tradicional de Estados Unidos respecto a Cuba está a punto de cambiar. El último ejemplo ha sido la publicación de varios editoriales de The New York Times que explícitamente reclaman el levantamiento del embargo. El primero de ellos, que Fidel Castro citó profusamente en el periódico estatal Granma, provocó una nueva ronda de especulaciones. El siguiente aplaudió la respuesta de Cuba a la crisis del ébola en África occidental, e incluso el secretario de Estado norteamericano, John Kerry, se unió a esos elogios. El domingo pasado, un tercer editorial del Times destacaba los cambios políticos en relación a la estrategia con Cuba.
La pregunta inevitable es si ha llegado el momento en el que, por fin, Washington tomará una decisión sensata buscando una apertura real hacia Cuba. Tal vez, pero conviene ser prudente y no entusiasmarse demasiado. Por cierto, es fácil ver indicios prometedores. Los estadounidenses de origen cubano han cambiado de actitud y están más abiertos; en buena parte, sin duda, por el cambio generacional. La política en Florida también ha evolucionado, como se refleja en la campaña para las próximas elecciones a gobernador. Más aún, en su libro Hard Choices, Hillary Clinton no generó ninguna sorpresa—ni corrió ningún gran riesgo político—al escribir que, cuando era secretaria de Estado, instó al presidente Obama a levantar o suavizar el embargo a Cuba.
Cada vez más, entonces, el embargo se ve como un anacronismo sometido a la política interna. Pero otra cosa distinta es que ese evidente cambio de clima se traduzca en avances concretos en la política exterior. Existen obstáculos que lo impiden. Ante todo, como indicaba el propio New York Times, el embargo es una ley que solo puede cambiar si así lo decide el Congreso, lo cual es poco probable por dos motivos. El primero es que sigue habiendo legisladores cubano-americanos inflexibles, quienes se opondrán a cualquier intento de modificar esa ley. El segundo es que, aun si hubiera un cierto consenso en el Congreso para levantar o moderar el embargo, el liderazgo necesario para hacerlo continúa ausente. El problema que existe allí es el mismo que se ve en la población en general: para los partidarios del embargo, esta es una cuestión de máxima prioridad, mientras que, para los que se oponen, es un tema entre tantos otros.
A estas alturas, destacan los editoriales, las posibilidades de cambio de estrategia están en manos del gobierno de Obama y en los decretos y decisiones ejecutivas que pueda tomar. Por ejemplo, podría sacar a Cuba de la lista de Estados que patrocinan el terrorismo, permitir que ciudadanos estadounidenses inviertan en empresas cubanas y relajar aún más las restricciones de viaje. Si bien en los dos años que le quedan en el cargo, Obama quizás implemente alguna medida, es probable que no haga gran cosa. Hay que reconocer, desde luego, que Obama ya ha cambiado algunos aspectos importantes respecto a su predecesor, George W. Bush. Por ejemplo, en 2009, el gobierno eliminó restricciones a los viajes y las remesas de los estadounidenses de origen cubano, un paso que ha facilitado enormemente la ayuda a familias en grave situación económica.
No obstante, los rasgos centrales de la política exterior hacia Cuba permanecen intactos. Más allá de las presiones de los opositores al embargo, todo indica que, para Obama, Cuba es una prioridad relativamente menor. Es poco probable que, a la hora de decidir cómo invertir su limitado capital político, el presidente lo asigne a cambiar de manera significativa la política hacia Cuba. Es razonable pensar que Obama debería intentar, como parte de su legado, dejar una política más constructiva, pero no está claro que esa sea su opinión.
Curiosamente, el presidente se enfrenta a un dilema similar con la reforma migratoria, un tema mucho más prioritario para él. Si, después de las elecciones legislativas, Obama cumple su promesa y avanza por medio de decretos presidenciales en la legalización de millones de inmigrantes no autorizados—en su mayoría, procedentes de América Latina—esa sería una herencia más atractiva para él. Con ello demostraría su compromiso de reformar un sistema que no funciona y a la vez ayudaría a su propio partido a consolidar el apoyo de una población hispana cada vez más numerosa.
Obama también tendrá que considerar la probable reacción del Congreso a cualquier iniciativa y las consecuencias que ello podría tener en el resto de su programa de gobierno. El presidente tiene entre manos múltiples crisis internacionales, Irak, Siria, Ucrania, Irán. No querrá arriesgarse a perder la escasa buena voluntad que tiene entre varios congresistas poderosos e influyentes. Necesita todo el respaldo posible para elaborar su política exterior en un periodo crítico. ¿Por qué usarlo para Cuba, cuando lo necesita para decisiones más urgentes?
La ecuación se complica aún más por la situación de Alan Gross, un cooperante estadounidense que lleva casi cinco años encarcelado en Cuba al haber sido declarado culpable de intentar socavar el régimen. Ha habido varios llamamientos e intentos de liberar a Gross, todos en vano. Incluso aquellos miembros del Congreso partidarios de suavizar o levantar el embargo han criticado el trato que está dando el gobierno cubano a Gross por motivos humanitarios.
Los rumores de cambio se intensifican también por la posible participación de Obama en la Cumbre de Las Américas en abril de 2015. Por primera vez desde que empezaron a celebrarse estas cumbres hace 20 años, el país anfitrión—en este caso, Panamá—ha invitado a Cuba, una decisión que refleja la opinión unánime de los gobiernos de la región. El presidente debería asistir y, en caso de hacerlo, es de esperar que también envíe algún mensaje acerca de la situación en materia de derechos humanos y democracia en Cuba. Ahora bien, no está claro que ni siquiera la aparición de Obama en la Cumbre al lado de Raúl Castro, pudiera significar un cambio en la política tradicional de Estados Unidos.
Es desafortunado, por cierto, que siga siendo tan difícil dar más pasos para corregir una política que ha fracasado. Un giro decisivo por parte de Estados Unidos contribuiría a importantes cambios económicos y políticos en la isla y eliminaría un obstáculo central en las relaciones con el resto de América Latina. Pero existen motivos para el escepticismo: tal vez ese momento no ha llegado aún.
Michael Shifter es Presidente del Diálogo Interamericano, think-tank en Washington DC. Twitter @The_Dialogue.
Traducción de María Luisa Rodríguez Tapia