Carmen Posadas: El síndrome del impostor
Recuerdo haber leído que, pocos años antes de la muerte de Katharine Hepburn, la ciudad de Nueva York decidió organizar un gran homenaje por su cumpleaños y esta fue la respuesta de la actriz: «Agradezco mucho este honor, pero no voy a asistir. Me cuesta mucho esfuerzo fingir ser todo lo brillante, ingeniosa e inteligente que ustedes piensan que soy, de modo que me quedaré en casa con un libro». Esta misma sensación la he tenido más de una vez. No porque me crea nada especial (más bien todo lo contrario), sino porque soy una de las muchas víctimas del síndrome del impostor.
Hasta hace poco ni siquiera sabía que existía tal cosa. Para mí fue una sorpresa descubrir que, según diversos estudios, siete de cada diez personas lo han sufrido alguna vez y más de la mitad de forma permanente. ¿Piensa usted que lo que ha logrado en la vida se debe a golpes de suerte? ¿Teme que todo sea un monumental malentendido y que de un día para otro se descubra que no merece usted su cargo, su éxito o su reconocimiento social o profesional? Bienvenido al club de los impostores.
¿Teme que se descubra un día que no merece usted su cargo, su éxito o su reconocimiento? Bienvenido al club de los impostores
Curiosamente (y para cierto consuelo mío), este incordiante síndrome lo sufren con más frecuencia personas de valía. Empresarios reconocidos, profesionales destacados del ámbito de las ciencias, las letras, la política y, por supuesto, también artistas, músicos, escritores, bailarines, actores… Kate Winslet, por ejemplo, contó cómo ganar el Oscar a la mejor actriz de 2009 le produjo una sensación de desasosiego. «Sentí como que no me lo merecía. Peor aún, me dio por pensar que esa estatuilla acababa de convertirse en una vara de medir insuperable con la que de ahí en adelante iban a comparar desfavorablemente todos mis trabajos futuros».
Esa vara insuperable de la que habla Winslet ha anulado a no pocos talentos. En el gremio de los escritores, por ejemplo, existen autores a los que un gran éxito inicial los bloqueó de tal modo que, o bien no han vuelto a escribir, o todas sus tentativas posteriores acabaron en fiasco. El caso más paradigmático es el de J. D. Salinger, autor de El guardián entre el centeno, pero lo mismo le ocurrió a Harper Lee, autora de Matar a un ruiseñor, o a Patrick Süskind, autor de El perfume. En no todos los casos el síndrome del impostor es tan letal, pero conviene conocer en qué consiste y cómo funciona.
En principio, es conveniente señalar que una cierta inseguridad es positiva porque ayuda a fijarse retos y a superarlos. Pero todo depende de la dosis. Un grado de inseguridad excesivo produce efectos nada deseables. A algunos les crea una angustia permanente, a otros directamente los anula. Según Isabel Coixet, mi admirada ‘vecina de página’, y otra insegura confesa, después de su primera película pensó que todo había acabado, que ya no podía llegar más lejos. «Lo más difícil –explicó ella– fue hacer el clic¡, pasar de pensar ‘esto está fuera de mi alcance’ a ‘sí, puedo’». Tal vez ayude a que se produzca ese clic averiguar qué tipo de impostor es uno.
He aquí una pequeña lista: existen, por un lado, los inseguros ‘expertos’. Estos creen que han sabido venderse profesionalmente tan bien que nunca conseguirán estar a la altura de lo que los demás piensan que son. Están también los ‘extraexigentes’, que se ponen metas tan elevadas que, aunque las consigan, tienden a creer que no están a la altura. Están también los que trabajan tan duro para seguir dando la talla que su vida social y familiar se ve dañada, incluso su salud. ¿Cuál de todos es usted y, una vez identificado su tipo de impostura, qué se puede hacer para paliarla?
No sé qué opinarán los expertos, pero contaré mi sistema para sobrevivir al síndrome. Consiste, por un lado, en reconocer que sí, que soy un poco impostora, que he tenido mucha suerte y que otras muchas personas más inteligentes, capaces y brillantes no logran lo que se merecen. Y, por otro, en tratar de que no me deje KO el maldito síndrome siguiendo el ejemplo antes mencionado de Katharine Hepburn. Como a medida que uno va cumpliendo años resulta cada vez más agotador ser todo lo que la gente cree que uno es (y que resulta una trabajera bestial impostarlo), lo mejor es bajar el pistón, dosificar esfuerzos. No se puede agradar a todo el mundo. Ni hay cuerpo que lo aguante tampoco.