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Rainer Maria Rilke: un poeta en tiempos de guerra

En 1940, en plena segunda guerra mundial, mientras Londres era bombardeada por las tropas nazis, a Inglaterra arribó desde Nueva York el libro ‘Wartime letters‘, que, como indica el título, contiene una amplia selección de cartas escritas por uno de los autores más destacados en la lengua alemana del siglo XX, el poeta y narrador austríaco Rainer Maria Rilke. ‘Wartime letters’, que tradujo y seleccionó la editora estadunidense Mary D. Herter Norton, no pasó desapercibido en aquel país, de tal modo que el poeta y ensayista británico W.H. Auden lo reseñó el 7 de julio de 1940.

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En cierto sentido, el título de esta selección de cartas de Rilke, Wartime letters, es un malentendido: menos de la mitad fueron escritas antes del Armisticio y ni siquiera se puede decir que éstas se refieren a la guerra. Si uno define como experiencia lo que ilumina la comprensión y libera el poder creativo casi como una descarga eléctrica, sin duda para Rilke la guerra no fue de ningún modo una experiencia. Para otras personas –como [el poeta] Wilfred Owen– fue el acontecimiento decisivo de sus vidas, pero eran luchadores. Para Rilke, esos cuatro años fueron un horror negativo y paralizante que congeló su impulso poético, una anulación de lo inteligible. Durante una o dos semanas estuvo envuelto por el “fenómeno del dios de la guerra” y se sumergió “en ese corazón universal repentinamente reanimado y abierto”, aunque pronto sobrevino la desilusión.

La agonía y la muerte que implican cada guerra le parecían suficientemente aterradoras, pero lo que advertía como más espantoso era el hecho de que “la presión de la guerra ha llevado al hombre a mostrarse tal como es en el interior, obligándolo –tanto en lo individual como en lo colectivo– a encontrarse cara a cara con Dios como sólo los grandes sufrimientos del pasado fueron capaces de hacerlo”. Todo lo que Rilke pudo hacer fue negarse a ser un lector de periódicos, pasar el tiempo “esperando en Munich, siempre pensando que tenía que llegar a su fin, sin comprender, sin entender nada. No entenderlo jamás: sí, esa fue toda mi ocupación en estos años”.

Llamar a esto una actitud de torre de marfil sería una mentira barata y perversa. Resistirse a compensar el sentimiento de culpa que experimentan todos los que no batallan, porque no comparten los sufrimientos físicos con los que están al frente, entregándose a una orgía de odio patriótico cada vez más violento cuanto resulta más estéril; estar consciente, pero rehusarse a comprenderlo, es un acto positivo que exige un coraje de orden superior. Distinguir esta actitud de la indiferencia egoísta o cobarde, podría ser una operación difícil si se hace desde el exterior, pero la poesía y estas cartas de Rilke son prueba suficiente de su integridad y de su verdadero sufrimiento, que lo llevaron a concebir como “arbitrario e insincero recurrir a un árbol, a un campo, a la clemencia de la tarde, porque este árbol, este campo y el paisaje, aunque existen, ¿qué saben del ser humano desafortunado, devastador y asesino?”

Ahora, en esta segunda y aún más temible guerra, existen pocos escritores a los que dirigirse con mayor provecho, no por consuelo –porque Rilke no lo ofrece–, sino por la fuerza de resistencia ante las tentaciones engañosas que se acercan a nosotros en forma de obligaciones necesarias. Las acciones requeridas de nuestros cuerpos varían de acuerdo a las circunstancias y las capacidades; también la actitud requerida por parte de nuestras mentes siempre es la misma para todos: que cada uno de nosotros “debe, desde el pequeño refugio, plantar una pequeña esperanza que –cualesquiera que sean las tareas militares y políticas en las que tengamos que tomar parte– no nos haga olvidar que la verdadera revolución es la victoria sobre los abusos en beneficio de la más antigua tradición”.

Pocos como él refutaron mejor el grito de Hitler, “Sí, somos unos bárbaros”: “Si el hombre dejara de invocar la crueldad de la naturaleza para excusar la suya… Olvida cuán infinitamente inocente es todo lo terrible que ocurre en la Naturaleza; ella no observa lo que sucede, no tiene una perspectiva para eso; ella permanece inmersa en lo más horrible –incluso cuando es estéril–, pero sigue siendo generosa, porque ella lo contiene todo, también la crueldad. Pero el hombre, que jamás podrá abarcarlo todo, nunca está seguro cuando elige lo terrible  digamos el asesinato– a cambio de detener desde ya este abismo, y de ese modo su elección, en el mismo momento de hacerla única, lo condena a ser una criatura aislada, unilateral, que ya no está conectada con el todo”.

Pocos vieron tan claramente las barreras tan particulares a las que está expuesto el intelectual en una época revolucionaria como la nuestra: “Él, más que nadie, conoce la lentitud con la que se realizan los cambios importantes, los duraderos… como la Naturaleza, en su afán constructivo, apenas permite que las fuerzas intelectuales emerjan a la luz. Sin embargo, es este mismo intelectual quien, por la fuerza de su intuición, se impacienta cuando ve en qué condiciones erróneas y confusas se complacen y persisten las cosas humanas.” Y en una época en el que, como respuesta al diletantismo estético, es sustituido por un diletantismo político, que es tanto o más producto del miedo y la presunción, pocos han definido con mayor claridad el deber del artista: “Productividad… incluso la más fértil sólo sirve para generar una cierta constante interior, y tal vez el arte llega a tanto sólo porque algunas de sus creaciones más puras otorgan garantías para el logro de una disposición interior más fiable…”

Una vez más, la señora [Mary D. Herter] Norton y su marido [William Warder Norton] nos han hecho estar en deuda con ellos.

No soy lo suficientemente erudito para hacer una crítica justa de las traducciones del señor Maclntyre acerca de los cincuenta poemas seleccionados de Das Buch der Bilder y Die Neue Gedichte. En mi opinión, se ha permitido sabiamente la licencia de la asonancia y la rima media para ser lo más literal posible. Algunas de sus frases me desconciertan. No veo por qué para “die dich nicht sieht./ Du musst dein Leben andern”, tuvo que regalarnos “Ahora cuando puedes esconderte./ Deberías cambiar tu vida”, considerando que se pudo hacer una interpretación literal de la primera mitad de la frase sin sacrificar el ritmo.

Además, uno podría desear que, sea cual sea su opinión sobre las Duineser Elegien y Die Sonette an Orpheus, no hubiera considerado oportuno –en su introducción y notas– adoptar una especie de tono seco y serio, que coincide singularmente mal con su tema. Pero hay que agradecer todo intento de dar a conocer la poesía de Rilke, y al menos algunas de las traducciones –como Eine von den Altcn, Der Alchimist, Die Gazelle y Aus einer Sturmnacht– me parecen excelentemente logradas. A pesar de algunos puntos dudosos, logra, creo, transmitir algún sentido de la extraordinaria intuición de este gran poeta que se negó a “entender” el odio y la destrucción.

Traducción de Roberto Bernal.

 

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