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Un suicida llamado Séneca

Manuel Domíngez Sánchez, «El suicidio de Séneca», 1871, Museo del Prado, Madrid

 

Fue en abril del año 65, algunos se atreven incluso a precisar la fecha, el 12 o el 30, cuando Séneca se quitó la vida. La escena, pintada por Rubens, Jacques Louis David y después Manuel Domínguez Sánchez, está muy bien descrita por Tácito en los Anales (15, 60-64): Séneca se encontraba en su villa cerca de Roma junto con sus esposa Pompeya Paulina y dos amigos más. Era la hora de la cena y la casa estaba rodeada. Entonces un centurión se presentó ante el filósofo y le entregó la orden de muerte firmada por el emperador. Séneca no pierde la calma. Antes bien, solicita al centurión unos momentos para redactar su testamento. Éste lo niega, pues según las leyes romanas los bienes de los condenados a muerte pasaban a ser parte del tesoro imperial. Entonces Séneca se dirige a su mujer y a sus amigos y les dice que les deja el recuerdo de su vida, que es lo más preciado, que recuerden los principios de la recta filosofía, el tiempo que habían meditado juntos sobre este momento. Respecto a Nerón, ¿quién no conoce su crueldad? ¿A quién puede extrañar que alguien que ha matado a su madre y a su hermano mande también a matar a su maestro?

Séneca había llegado a ser un prominente hombre de Estado. De una importante familia hispana, fue uno de los oradores más brillantes del Senado. Protegido de Agripina la Menor, esposa y sobrina del emperador Claudio y hermana de Calígula, fue llamado para que se encargara de la educación del pequeño Lucio Domicio Enobarbo, el futuro Nerón, al que había tenido a los trece años con el cónsul Cneo Domicio Enobarbo. Es también Tácito (An. 4, 75) quien recuerda que éste había dicho alguna vez: “de la unión entre Agripina y yo solo puede salir un monstruo”.

En el año 54 murió Claudio, los historiadores coinciden en que envenenado por Agripina, y su hijastro Nerón debía ascender al poder. Sin embargo, éste solo contaba con 17 años y Séneca fue nombrado ministro y consejero político junto a un oscuro militar de nombre Sexto Afranio Burro. Durante ocho años Séneca y Burro gobernaron de facto el imperio. Las fuentes dicen que se trató de un período de paz y justicia relativas. También es cierto que durante ese tiempo el filósofo acumuló una gran fortuna. Sin embargo, a medida que Nerón fue haciéndose mayor se fue rodeando de otras influencias y la de Séneca fue disminuyendo. En el 59 su protectora Agripina fue asesinada por su propio hijo Nerón, y tres años después fallecía Burro. Entonces Séneca comprendió que su tiempo en la política había terminado y pidió permiso al emperador para retirarse de la vida pública, lo que le concedió parcialmente. Durante este período el filósofo se dedicó a escribir la que tal vez sea su obra más influyente, las Cartas a Lucilio, una colección en que despliega todo su saber estoico en forma de reflexiones y consejos a un amigo personal.

Está claro que Séneca no logró apartarse del todo del peligroso entorno de Nerón. En el año 65 fue acusado de estar implicado en la llamada Conjura de Pisón. Aunque la acusación no pudo probarse, Nerón no desperdició la ocasión de deshacerse de algunos personajes incómodos, entre ellos su antiguo maestro. Como patricio, se suponía que Séneca no debía esperar a que se cumpliera la orden, sino que se diera muerte por propia mano. Así fue. Decidió abrirse las venas de las piernas y los brazos. Al ver que la muerte no llegaba, pidió a su médico Eustacio Anneo que le suministrara “el veneno griego”, la cicuta que guardaba previendo este momento. Tampoco le hizo efecto. Fue cuando pidió que lo llevaran a un baño caliente, pues era asmático y sabía que los vapores lo asfixiarían. Antes de morir, no dejó de salpicar un poco de agua libando a Iovi Liberatori, a Júpiter Libertador. Dice Tácito que fue incinerado sin ningún tipo de ceremonia. “Así lo había indicado en sus escritos, cuando era rico y poderoso y pensaba en estas cosas”.

Junto a Epicteto y Marco Aurelio, Séneca es uno de los mayores exponentes del estoicismo imperial, la evolución final del estoicismo clásico, cuando se introdujo y aclimató con fortuna en Roma. En la mejor tradición del idealismo platónico, pero también de las teorías heraclitanas de la palingénesis (la eterna creación de los mundos), para los estoicos la muerte es indiferente, adiaphorá, solo una consecuencia natural de la evolución, pero también una forma de liberación de la cárcel del cuerpo. Este pensamiento no dejará de tener resonancias todavía en el misticismo español de San Juan de la Cruz o Teresa de Jesús (“Vivo sin vivir en mí…”). No es gratuito el que Séneca haya hecho una última libación a Ioui Liberatori. Tampoco Sócrates dejó de recordarle a Critón, antes de morir, que “debían un gallo a Asclepio” (Plat. Fedón 118 a 7-8).

Con su suicidio, el filósofo cordobés no hizo más que poner en práctica las ideas que siempre le acompañaron. De ahí la alusión a “los principios de la recta filosofía” con que se despide de sus amigos. En cierta forma, en los estoicos la reflexión sobre la vida no es más que una meditatio mortis, una “meditación de la muerte”. Dice así Séneca: “Morimos diariamente, pues diariamente una parte de la vida nos es quitada, y entonces también, cuando crecemos, disminuye la vida (…) El día mismo que vivimos, lo compartimos con la muerte” (Ad Luc. 24, 20). Y sobre el suicidio: “Si con los griegos te agrada conversar, trata con Sócrates y con Zenón: el uno te enseñará a morir cuando sea necesario, el otro antes de que lo sea” (Ad Luc. 104, 21). Respecto de su sepelio simple y austero, tampoco olvidó las enseñanzas de los del Pórtico, pues Sexto Empírico (Adv. Math. IX 194), recordando a Crisipo, decía que “cuando nuestros padres mueren hay que darles la sepultura más simple, pues nuestro cuerpo, al igual que las uñas o los cabellos al ser cortados, no son ya nada para nosotros”.

Sin duda uno de los mayores exponentes del pensamiento romano, la obra de Séneca no dejó de leerse durante la Edad Media, y menos aún en la Ilustración. Karl Alfred Blüher (Séneca en España, 1983) dice que no es posible hablar propiamente de un estoicismo español, sino más bien de un “senequismo”. Tanta fue su influencia en España. Mimetizada bajo la doctrina cristiana, esta influencia pasó a la América colonial, donde fue cultivada en las primeras universidades. Don Ildefonso Leal (Libros y bibliotecas en la Venezuela colonial, Caracas, 1979) nos recuerda que las Epístolas de Séneca solían encontrarse en las bibliotecas particulares de los primeros venezolanos. Las Obras de Séneca en siete volúmenes (Les Œuvres de Senèque le Philosophe, traduit en Français par M. La Grange, Paris, 1791) aparecen en el segundo catálogo de los libros de Miranda, elaborado para la subasta de 1833. Por cierto que Picón Salas, en su biografía de Miranda, cuenta cómo el caraqueño mostraba a sus asombrados compañeros de celda en Francia un pomo de veneno que siempre llevaba escondido en un bolsillo de su levita, por si acaso.

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