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  Armando Durán / Laberintos: Maduro, Biden y la guerra de Putin

 

A casi 100 días de la invasión rusa de Ucrania, cabe preguntarse qué rayos tienen que ver Nicolás Maduro y Joe Biden con esta guerra de Putin, un conflicto bélico que es la continuación del que estalló hace 6 años, cuando fue derrocado Viktor Yanukóvich, entonces presidente prorruso de Ucrania. En aquel momento de grandes cambios en la antigua república soviética, independiente desde 1991, Estados Unidos declaró que no se opondría a que Ucrania ingresara como miembro pleno a la Alianza del Atlántico Norte (OTAN), y Putin advirtió que esa adhesión era inaceptable, porque “socavaría la seguridad de Rusia.”

Ese rechazo es parte esencial de la doctrina militar rusa, que siempre se ha opuesto a que las grandes potencias de Europa continental puedan extender sus fronteras hasta las de Rusia. De ahí la importancia que ha tenido para Moscú interponer entre Occidente y Rusia un cordón de estados vecinos más débiles, como Finlandia, Suecia, Polonia, Checoslovaquia, Hungría, Rumanía y, desde la desintegración de la Unión Soviética, Ucrania y Bielorrusia, étnica y culturalmente vinculadas estrechamente a Moscú. Ese fue, precisamente, el argumento empleado por Putin para invadir Ucrania al anunciar el presidente Volodimir Zelenki que solicitaría el ingreso de Ucrania a la OTAN.

Según los cálculos de los estrategas y asesores militares de Putin, la “justificada” invasión de Ucrania para impedir esa adhesión y sustituir a Zelenski por un presidente prorruso a la manera de Yanukóvich, sería cuestión de días. A lo sumo, de una semana. La realidad, sin embargo, ha desmentido sobradamente esta visión optimista de la invasión. Tanto porque la estrategia militar y el armamento del ejército ruso no se adecuan a las exigencias de una guerra convencional, como la que se libra en Ucrania desde el 24 de febrero, como porque nadie en Rusia había previsto una resistencia como la que han presentado el gobierno de Zelenski, sus fuerzas armadas y el pueblo ucraniano. Realidad que ha causado la derrota de las divisiones rusas en Kiev y su forzado repliegue hacia Crimea en el sur, y hacia Luhansk y Donetsk, en el oriente del país. Costosa variable del conflicto que ha profundizado el creciente aislamiento de Rusia del resto del planeta y, en consecuencia, la potencial debilidad interna del liderazgo Putin.

Las derivaciones de esta imprevista realidad son múltiples, casi todas irreversibles. En primer lugar, porque la invasión, que se suponía sería un conflicto breve y de carácter apenas fronterizo, se ha transformado en una auténtica guerra en la que Europa y Estados Unidos están cada día más involucrados, con todo lo que ello significa. No solo porque lo que originalmente era un simple respaldo político a Zelenski ha pasado a ser una guerra de grandísimas proporciones en la que si bien hasta ahora la alianza política y militar de Europa y Estados Unidos no ha incluido la intervención directa de sus efectivos militares en territorio ucraniano, ha demostrado ser un compromiso sin vuelta atrás. Es decir, un peligro inquietante, si tenemos en cuenta que resulta imposible saber hasta qué extremos están Biden y Europa resueltos a llegar para para impedir que Putin se salga con la suya y hasta qué punto está Putin dispuesto a resistir la tentación de recurrir a su armamento químico y nuclear para impedir el fin de sus días imperiales.

Tras estos tres meses de guerra sin cuartel, está claro que el desenlace militar del conflicto no se producirá a corto plazo. Y que mientras más dure, mayor será el peligro de un enfrentamiento armado entre efectivos de la OTAN y de Rusia, lo cual provocaría el estallido de una Tercera Guerra Mundial. Por otra parte, las sanciones aplicadas a Rusia y su creciente aislamiento han generado efectos económicos y sociales que ya comienzan a ser devastadores para su población, mientras Europa ve reducirse a mínimos las actividades económicas, financieras y comerciales rusas, de manera muy especial las que tienen que ver con el suministro de combustibles y gas a Europa, imprescindible para satisfacer la demanda energética de la región, circunstancia que a su vez produce un duro impacto inflacionario en Estados Unidos, en Europa y en las regiones más subdesarrolladas de África y América Latina, donde la presencia rusa ha tenido una importancia a tener muy en cuenta.

En este sentido, Lola Castro, directora del Programa Mundial de Alimentos para América Latina y el Caribe, advirtió a comienzos de esta semana que cada vez son más las personas que se verán afectadas en la región “a no comer tres veces al día y a reducir el tipo de productos que consumen, agravando los extensos problemas de desnutrición y obesidad ya presentes en la región.” Según ella, se trata de una de las crisis más agudas de la historia latinoamericana, “como consecuencia de la guerra en Ucrania.” Una situación que se presenta, precisamente, en vísperas de la IX Cumbre de las Américas que se realizará a comienzos de junio en Los Angeles.

Esta Cumbre, cuyo primer capítulo se celebró en Miami en diciembre de 1994, fue la reacción del gobierno de Bill Clinton a la Primera Cumbre Iberoamericana, celebrada en Guadalajara a mediados de septiembre de 1991, en la que por primera vez en la historia los jefes de Estado y de Gobierno de América Latina se reunían sin la presencia dominante de Estados Unidos y con la participación muy activa de Fidel Castro, el gran enemigo de Washington desde hacía treinta años. Es decir, que el origen de estas cumbres patrocinadas por Washington y la OEA tuvo un carácter eminentemente político, aunque durante esa primera reunión los países asistentes acordaron propiciar un Área de Libre Comercio de las Américas (ALCA), proyecto que había planteado George Bush desde la Casa Blanca en 1990, con la finalidad de impulsar la creación entre las dos Américas de un inmenso mercado cautivo de mil millones de consumidores.

Con la celebración de la III Cumbre de las Américas, celebrada en Quebec en abril de 2001, Estados Unidos pretendió convertir estas Cumbres en plataforma política para impulsar la implementación de un mecanismo comercial que se fundamentaba en la absoluta libertad de comercio entre el norte desarrollado y el sur subdesarrollado, mediante la eliminación en América Latina de los aranceles a productos importados de Estados Unidos y de los subsidios a la producción agrícola latinoamericana, con el pretexto de que esa la mejor manera de promover la competencia entre productores latinoamericanos y estadounidenses. De ahí que, promovidas por Hugo Chávez, presidente de Venezuela desde febrero de 1999, y Fidel Castro, su socio estratégico, Quebec fue el escenario de las protestas de decenas de miles de manifestantes, que transformaron el encuentro en un escenario de turbulencias que fueron sofocadas a la fuerza, con medio millar de detenidos. A partir de ese momento, las relaciones entre las dos Américas serían de muy creciente confrontación.

El primer paso en esa nueva y desafiante dirección se dio en diciembre de ese año, durante la III Cumbre de Jefes de Estado y de Gobierno del Caribe, que se celebró en la isla venezolana de Margarita, en la que Chávez propuso la creación de lo que él llamó Alternativa Bolivariana de los Pueblos de las Américas (ALBA), cuya formalización la hicieron Chávez y Castro en La Habana, el 14 de diciembre de 2004, 10 años exactos después del discurso de Chávez en la Universidad de La Habana dando a conocer su admiración por la revolución cubana y su compromiso de reproducir esa experiencia en Venezuela a como diera lugar.

En la siguiente Cumbre de las Américas, celebrada en Mar de Plata en 2005, con George Bush hijo como presidente de Estados Unidos, Chávez, acompañado ahora de Néstor Kirchner, presidente anfitrión, y de los presidentes izquierdistas que ya ejercían el poder en Uruguay, Brasil, Bolivia, Ecuador y Nicaragua, le dio un vuelco a la tradicional hegemonía de Washington en la  región con la celebración simultánea a la Cumbre de lo que él llamó la Contra Cumbre, punto de partida de Petrocaribe, Unasur y finalmente de la Comunidad de Estados Latinoamericanos y del Caribe, instituciones que desde entonces propiciaron una alineación de fuerzas que impidieron a  Estados Unidos la adopción en la OEA de una condena colectiva a Venezuela.

La inminente celebración de esta IX Cumbre de las Américas en una ciudad particularmente glamorosa como Los Angeles, pero que también es escenario de graves tensiones raciales y migratorias, se produce en un momento particularmente difícil para Joe Biden, enfrascado en un duro enfrentamiento con Putin. Pugnacidad que aprovecharán Cuba y Venezuela para agudizar el conflicto ideológico entre Washington y sus adversarios latinoamericanos. Tanto porque no invitar a la Cumbre a Cuba, Venezuela y Nicaragua amenaza perturbar el desarrollo de la Cumbre, precisamente en un momento inoportuno para Biden por la guerra de Putin que no cesa, y porque tal como han advertido Maduro y Miguel Díaz-Canel, a pesar de que no estar presentes en la Cumbre, se harán escuchar en Los Angeles.

Se trata de una amenaza que ya ha comenzado a hacerse realidad. Por una parte, Maduro anunció que su gobierno veta a Noruega como mediador en sus negociaciones con la oposición en Ciudad de México y propuso que a partir de ahora sea Rusia quien se encargue de esa función. Un reto a Biden, pues el simple anuncio de esa posición introduce a la universalmente repudiada Rusia de Putin en los asuntos internos de Venezuela y de las relaciones de América Latina con Estados Unidos. Por otra parte, mientras escribo estas líneas, se instala en La Habana una Cumbre de Jefes de Estado y de Gobierno del ALBA, que necesariamente se pronunciará sobre esta Cumbre de las Américas, sobre la exclusión de tres de sus miembros y, por supuesto, sobre Putin y su guerra en Ucrania. Momento particularmente complicado para Biden que sus asesores ignoraron y que generará nuevos desencuentros con Estados Unidos de un sector de América Latina, en el que ahora debemos incluir a México y a Chile, mientras Biden sufre el acoso que representan  las crecientes exigencias que le hace la guerra de Putin, quien sin la menor duda también se hará escuchar, a viva voz, en las calles de Los Angeles.

 

 

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