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Armando Durán / Laberintos: La Cumbre del desencuentro

   El presidente Joe Biden recibió el pasado miércoles en Los Angeles a los presidentes y jefes de gobierno del hemisferio que asistían a la novena Cumbre de las Américas. Y lo hizo con palabras que pretendían mitigar las sombras que arrojaban sobre el evento las tensiones entre el norte y el sur del continente generadas por la no consultada exclusión de Cuba, Venezuela y Nicaragua de la lista de invitados. “No siempre”, admitió Biden poniendo su mejor cara, “estamos de acuerdo en todo, pero como somos democracias, trabajamos en nuestros desacuerdos con respeto mutuo y diálogo.” La noche del viernes, durante la cena de despedida que les ofreció a los que todavía permanecían en la ciudad, insistió en el tema, pero dio la impresión de que las pésimas vibraciones que se hicieron muy palpables en el controversial desarrollo del evento, lo obligaron a ser más preciso y señalar que “a pesar de desacuerdos relacionados con la participación, en los temas substanciales estamos unidos.”

   No parece que haya sido así. A lo largo de todas las sesiones de la Cumbre se puso en evidencia que el problema que las diferencias son mucho mayores que un simple desacuerdo más o menos protocolar. Cierto que se notó, y mucho, la ausencia del presidente mexicano, Andrés Manuel López Obrador, el primero en alzar su voz de protesta, quien amenazó y cumplió con no asistir a la Cumbre a menos que la Casa Blanca modificara su decisión, pero Biden logró que México participara en la Cumbre, aunque con una delegación de segundo nivel, presidida por el ministro de Relaciones Exteriores, Marcelo Ebrard. Cierto también que Alberto Fernández, presidente de Argentina, quien en un primer momento se había sumado a la posición adoptada por su homólogo mexicano, al final cambio de parecer y aceptó la invitación, pero solo, aclaró, para hacer escuchar en el seno de la Cumbre la voz de los excluidos. Por otra parte, Biden también logró que el presidente de Brasil, Jair Bolsonaro, desistiera de su intención de no viajar a Los Angeles, no por solidaridad con los excluidos, sino como manifestación expresa de su identidad política con Donald Trump, con quien ha compartido hasta las tóxicas denuncias sobre irregularidades que supuestamente habrían hecho posible la victoria electoral de Biden en noviembre de 2020, a cambio de sostener ambos, en el marco de la Cumbre, una reunión bilateral el jueves por la tarde.

   Y así sin más terminó el evento, sin pena ni gloria, con un documento final plagado de lugares comunes y el compromiso genérico de asumir conjuntamente la responsabilidad de promover las migraciones legales y perseguir las ilegales. Sin la menor duda, muy poca cosa para reunir durante varios días a los mandatarios de las dos Américas. Tan poca cosa, que esta novena Cumbre no fue noticia ni para los medios de comunicación de Estados Unidos y América Latina. Silencio solo roto, y muy levemente, por la intervención del presidente argentino, quien en su discurso en una de las sesiones de la Cumbre, limitado a 8 minutos de duración por las normas de funcionamiento del evento, se lamentó de que “no hayamos podido estar presentes todos los que debíamos estar. Ser el país anfitrión no otorga el derecho de admisión. Definitivamente, hubiésemos querido otra Cumbre.”

   Así culminó esta novena Cumbre de las Américas, con un indiscutible desencuentro entre las dos Américas, hecho que nos induce a recordar que este cortocircuito, que no es nuevo, tampoco permite esperar que con reuniones tan crepusculares como esta vaya a impulsarse el desarrollo de la región, el fin de la desigualdad o la expansión del comercio regional. Tampoco servirán para resucitar el proyecto político del presidente Bill Clinton al convocar la primera de estas cumbres, en Miami, en diciembre de 1994, como respuesta al desafío que representó en su momento la primera Cumbre Iberoamericana, celebrada dos años antes en Guadalajara, pero que a estas alturas, como ha ocurrido con su versión estadounidense, ha perdido su significación original. Mucho menos ha servido esta Cumbre para revivir el sueño neoliberal de George Bush padre, de crear un gigantesco mercado de mil millones de consumidores para mayor esplendor de la economía estadounidense con la implementación del llamado Acuerdo de Libre Comercio de las Américas (ALCA), cuyo funcionamiento, según lo acordado en la tercera Cumbre, celebrada en Quebec en abril de 2001, debía ponerse en marcha a partir de la V Cumbre, a celebrarse en la ciudad argentina de Mar de Plata, en noviembre de 2005.

   Fue entonces, sin embargo, cuando se produjo el primero y fatal contratiempo del proyecto, ya que para esa fecha el mapa político de América Latina había cambiado radicalmente. Hugo Chávez había consolidado su régimen “bolivariano” en Venezuela, y junto a Fidel Castro, su socio estratégico, y gracias al empleo de los recursos financieros provenientes de la industria petrolera venezolana, contaba con el respaldo de Néstor Kirchner, presidente anfitrión de esa quinta Cumbre, de Luiz Inácio Lula da Silva en Brasil, de Tabaré Vásquez en Uruguay, de Evo Morales en Bolivia y de Rafael Correa en Ecuador. Un escenario que le permitió echarle en cara a George Bush hijo, en Buenos Aires, lo que estaba por venir: “¡ALCA, ALCA, al carajo!”

   Allí y entonces se inició el deterioro irreversible de estas Cumbres, cuya última y heterodoxa materialización se produjo con la séptima Cumbre, celebrada en Panamá en abril de 2015, poco después de la histórica conversación telefónica que sostuvieron los presidentes Barak Obama y Raúl Castro el 14 de diciembre, gracias a la cual, por primera y última vez en la historia de todas las cumbres regionales, asistieron todos los presidentes y jefes de gobierno del hemisferio, incluyendo a Castro, incorporado a la comunidad latinoamericana del brazo del presidente de Estados Unidos, una circunstancia cuya relevancia se concretó 11 meses después, con la visita de Obama, su esposa, sus dos hijas y su suegra a La Habana.

   Todo volvió a cambiar radicalmente en noviembre de ese año 2016, cuando Donald Trump resultó electo y desde la Casa Blanca impuso su descompuesta visión de América Latina, como quedó perfectamente exteriorizado con su ausencia a la Octava Cumbre, celebrada en Lima en abril de 2018. En esa ocasión no le quedó a Washington más remedio que invitar a Cuba, pero Raúl Castro mandó en su lugar a Bruno Rodríguez, su ministro de Relaciones Exteriores. Nicolás Maduro tampoco asistió, pero porque al ser desconocido a finales de enero de 2015 por Estados Unidos y la mayoría de las naciones latinoamericanas como presidente legítimo de Venezuela, sencillamente no fue invitado. Una situación diametralmente opuesta a la de hoy en día.

   En medio de estas idas y venidas, lo ocurrido antes y durante el desarrollo de esta novena Cumbre de las Américas, puede terminar haciendo que la recordemos como la Cumbre del Desencuentro. Y que, quizá, si tomamos en cuenta el distanciamiento creciente de América Latina y Estados Unidos, incrementado ahora con el reciente triunfo de Gabriel Boric en Chile y los posibles resultados electorales en Colombia el próximo domingo 19 de junio y en Brasil el 2 de octubre, esta termine siendo la última Cumbre de las Américas.

 

 

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