Arturo Pérez-Reverte: Una historia de Europa (XXX)
El único emperador romano del siglo IV en el que todavía vale la pena detenerse se llamó Constantino, y fue importante por varios motivos. El principal es que, sin ser cristiano (no se convirtió oficialmente hasta que estuvo en el lecho de muerte), fue el primero que vio las ventajas de unir aquella nueva religión a su política. Andaba el hombre en plena guerra civil con otros emperadores (recordemos que Roma era para entonces un desmadre imperial) cuando tuvo la inspiración, que él atribuyó a un sueño donde se le apareció Jesús, de combatir bajo el signo cristiano y ganar así la batalla de Puente Milvio a su enemigo Majencio. Hay quien atribuye el asunto a la influencia de su madre, que se llamaba Helena y era cristiana y bastante beata; pero la razón real fue que los cristianos habían crecido (ya eran seis millones y medio en esa época) hasta convertirse en un verdadero poder, y podían ser un pegamento adecuado para unir el imperio, que a esas alturas estaba fragmentado entre la zona de oriente y la de occidente. Así que Constantino empezó a comerse el pico con los papas y los obispos de entonces: a Silvestre I le regaló un palacio donde hoy está San Juan de Letrán y construyó una basílica en la colina del Vaticano, donde habían crucificado a San Pedro. Pero el verdadero golpe de efecto fue el llamado Edicto de Milán, que dio libertad de culto a todas las religiones pero benefició en especial a la que estaba de moda, que era la cristiana; a la que además se devolvieron todos los bienes confiscados por los anteriores emperadores, lo que no era ninguna tontería. Aún tardó el cristianismo medio siglo, ya con el emperador Teodosio, en convertirse en religión del imperio (año 380, Edicto de Tesalónica), pero el nuevo rumbo estaba claro. Desde entonces, cercanos al poder oficial y crecidos en el suyo propio, los jefes cristianos, o sea, los papas y obispos, a cambio de garantizar la lealtad de sus feligreses y controlarlos como Dios mandaba, influyeron cada vez más en la política general, con una íntima relación iglesia-estado que habría de tener toda clase de consecuencias para Europa y el mundo (una relación, o injerencia, que se prolongaría durante dieciséis siglos y que todavía hoy colea de vez en cuando). De cualquier modo, como prueba de lo que es la hijoputez humana (cristiana y no cristiana) es que, apenas instaurada oficialmente la nueva religión, sus dirigentes empezaron a machacar a la competencia azuzando a sus fieles contra los paganos, destruyendo templos, derribando estatuas y asesinando a sacerdotes rivales. Y ya en la temprana fecha de 324, sólo diez años después de su puesta de largo, los obispos ordenaron la destrucción del Logoi katá kristianón (Discursos contra los cristianos) del filósofo neoplatónico Porfirio y de cuantas obras de éste y otros autores consideraron heréticas. El hecho de que el tal Porfirio fuese un cabrón venenoso que había alentado las persecuciones en tiempos de Diocleciano, aunque explica el asunto, es lo de menos: lo interesante es que se consagró así la molesta costumbre de prohibir y quemar libros adversos (y a ser posible, también a los autores) que durante muchos siglos la iglesia cristiana, en sus diversas derivaciones católicas y no católicas, practicaría con leña, cerillas e ígneo entusiasmo. Por lo demás, mientras el cristianismo crecía y se enfrentaba ya a las primeras disidencias internas (arrianos y otras heterodoxias), Constantino hacía méritos para pasar (como en efecto pasó) a la historia como Constantino el Grande. Fundó lo que podríamos llamar monarquía europea hereditaria, hizo una importante reforma administrativa, mantuvo a raya a los invasores francos, germanos y sármatas dándoles las suyas y las del pulpo, y recuperó alguna provincia perdida por anteriores emperadores. También creó un protocolo cortesano a la manera oriental (el monarca como figura sagrada, súbditos que debían arrodillarse y otros etcéteras) que luego sería imitado hasta la exageración por las monarquías medievales europeas. Pero lo que iba a tener mayores consecuencias fue el desplazamiento del centro de poder desde la península itálica, prácticamente abandonada por los emperadores, al oriente griego. Eso dejó la antigua capital del imperio en manos de los representantes de la iglesia cristiana: papas y obispos que desarrollaron a fondo el ritual de la Iglesia y sus mecanismos de influencia política, convirtiéndose a partir de entonces en los dueños de Roma. Pero es que, además, al cambiar de sitio la capital imperial, Constantino la trasladó a la ciudad de Bizancio, refundada en el año 330 con el nombre de Nueva Roma y que acabaría llamándose Constantinópolis. La Constantinopla que hoy todos conocemos como Estambul.