Carmen Posadas: El paraíso perdido
Antes de que la guerra de Ucrania se convierta en otra de esas tragedias crónicas que vemos en las noticias con el mismo horror cansado que la situación de Cuba, Nicaragua, Siria, el Yemen y tantos otros dramas que se han quedado fuera de foco, me gustaría contarles una historia personal.
Mi familia vivió en Moscú durante la Guerra Fría; fue en los años setenta y bajo el mandato de Leónidas Breznev. Yo no llegué a ir al colegio en la Rusia soviética, pero mis hermanos sí, y, en aquel entonces, todos los alumnos tenían una asignatura llamada Preparación para la Paz. Consistía en lo siguiente: a los niños, a partir de los diez años, se les enseñaba a armar y desarmar un Kaláshnikov, cómo proceder en caso de un ataque enemigo y a organizar un refugio nuclear con sus galletas secas, su leche en polvo y sus máscaras de gas. Tan útiles enseñanzas eran impartidas, en el caso de mis hermanos, por un militar retirado que les hablaba de las glorias del gran ejército soviético y de cómo sus tropas habían librado al mundo del horror nazi y ganado la Segunda Guerra Mundial.
Mi hermano tiene fotos vestido de pionero, pantaloncito azul, camisa blanca y pañuelo rojo al cuello saludando a un busto de Lenin
A mis hermanos aquello de montar un Kaláshnikov les parecía emocionantísimo, naturalmente, y, tal vez por eso, no les pareció mal tampoco que mis padres los mandaran a un campamento de pioneros. Existía en la jerarquía soviética una especie de meritocracia según la cual se empezaba siendo pionero, después se pasaba a komsomol y, más tarde (con suerte y solo con los enchufes adecuados), se podía llegar a miembro del Partido Comunista. Mi hermano Gervasio tiene fotos vestido de pionero, pantaloncito azul, camisa blanca y pañuelo rojo al cuello saludando muy marcial a un busto de Lenin.
En aquellos campamentos la preparación bélica era más concienzuda y la vida al aire libre, agradable, pero el rancho, tan poco apetitoso que Gervasio, al final de su estancia, cabía fácilmente entre los barrotes de la cerca que rodeaba el campamento. Se había quedado como un fideo y solo sobrevivía con los chocolates y patatas fritas capitalistas que mis padres le llevaban los fines de semana. Otra de las rutinas del campo era leer historias edificantes e inspiradoras como la de Pavel Morózov, un niño que se convirtió en héroe por delatar a su propio padre, que flaqueaba en su fe comunista.
Pasados los años, y una vez que se produjo la caída del muro de Berlín, volvimos a Moscú a hacer un reportaje para ABC. La idea era contar cómo estaban viviendo los ciudadanos de a pie la perestroika y la glasnost. Yo me imaginaba que mis entrevistados se mostrarían felices con la apertura y con la llegada de una cierta libertad, y me sorprendió constatar que no. La sensación general era de estupefacción, de incomprensión, de vértigo. ¿Qué estaba ocurriendo? ¿Era mentira entonces todo lo que les habían contado durante años? ¿No era la Unión Soviética la superpotencia que a punto estaba de adelantar a los Estados Unidos en tecnología, en bienestar, en renta per cápita?
Después de la perestroika, se produjo el desmembramiento de la Unión Soviética y la llegada del capitalismo salvaje con sus oligarcas y, por supuesto, con su nuevo zar reconvertido más adelante en Stalin, porque tal ha sido la trayectoria política de Putin. Mucha gente piensa que el pueblo ruso y/o sus plutócratas, tarde o temprano, se revolverán contra él, pero se equivocan. Rusia no es el país rico y lleno de Porsches Cayenne, instagramers e influencers vestidas de Dior que imaginan. Tampoco es un país en el que la clase media sea mayoritaria. Más de la mitad de los rusos vive igual o peor que en tiempos de la Unión Soviética y el sesenta por ciento de ellos desearía volver a aquellos tiempos. Existe una nostalgia de la Unión Soviética, de su tosco paternalismo y de esa sociedad falsamente meritocrática en la que, supuestamente, un pionero podía ser komsomol y, más tarde, miembro del Partido Comunista.
Ahora los niños ya no tienen clases de Preparación para la Paz y no se les enseña a armar un Kaláshnikov, pero Putin ha sabido utilizar en su beneficio ese orgullo de pertenecer a una gran nación que nadie quiere ver como un gigante con los pies de barro. Y, mientras tanto, muchachos tan idealistas como aquellos pioneros del pañuelito rojo mueren en Ucrania por una causa que ni siquiera entienden. ¿Cómo la van a entender si sus padres, sus abuelos y sus bisabuelos, e incluso ellos mismos, han vivido siempre dentro de una colosal mentira?