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Peter Brook, célebre director de escena, fallece a los 97 años

Fue llamado "el mayor innovador de su generación", dejando una huella indeleble con obras de teatro, musicales, ópera y una curiosidad incesante.

 

Peter Brook, maestro de dramaturgos, Premio Princesa de Asturias de las Artes | Cultura y entretenimiento | Edición América | Agencia EFE

 

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Extractos del obituario del New York Times

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Peter Brook, cuya ambiciosa, aventurera e infinitamente creativa obra escénica se extendió a lo largo de siete décadas a ambos lados del Atlántico y le valió un lugar entre los más grandes directores de teatro del siglo XX, murió el pasado sábado 2 de julio. Tenía 97 años.

Su muerte fue confirmada por su hijo, Simon, que no especificó dónde murió.

«Peter es un buscador», dijo una vez el director Peter Hall, «la persona que está en las fronteras, preguntando continuamente qué es calidad en el teatro, dónde se encuentra la verdad en el teatro».

Y añadió: «Es el mayor innovador de su generación».

A Brook le llamaron muchas otras cosas: inconformista, romántico, clasicista. Pero nunca se le encasilló fácilmente. De nacionalidad británica pero afincado en París desde 1970, pasó años en el teatro comercial, ganando premios Tony en 1966 y 1971 por las puestas en escena en Broadway de producciones muy originales de «Marat/Sade» de Peter Weiss y «El sueño de una noche de verano» de Shakespeare. Produjo asimismo obras de gran éxito como el musical «Irma la Douce» y «Una vista desde el puente», de Arthur Miller.

Se sentía igual de cómodo dirigiendo obras de Shakespeare, Shaw, Beckett, Cocteau, Sartre y Chéjov. Y consiguió que actores como Laurence Olivier, Vivien Leigh, John Gielgud, Paul Scofield, Alec Guinness, Glenda Jackson, Alfred Lunt y Lynn Fontanne brillaran.

 

Laurence Olivier and Vivien Leigh in Mr. Brook’s production of “Titus Andronicus.”

Pierre Vauthey/Sygma, via Getty Images

 

Pero también fue un experimentador que gustaba correr riesgos. En 1987 trajo de Francia a Nueva York una impresionante adaptación de nueve horas de la epopeya sánscrita «El Mahabharata». En 1995, siguió el mismo camino con «El hombre que», una descarnada puesta en escena de los estudios de casos neurológicos de Oliver Sacks. En 2011, con 86 años, llevó al Festival del Lincoln Center una producción breve de «La flauta mágica» de Mozart (él la llamó «Una flauta mágica»).

 

 

Inquieto e imprevisible,  Brook fue también infatigable, poniendo en escena casi 100 producciones a lo largo de su larga y aclamada carrera.

 

 

La primera vez que se ganó una reputación por su originalidad y audacia fue en 1946, cuando, con 21 años, puso en escena una precoz reposición de «Love’s Labour’s Lost» de Shakespeare en Stratford-upon-Avon, donde Barry Jackson, el director, estaba a cargo del festival de verano. «El terremoto más joven que he conocido», le llamó Jackson. (…)

A los 7 años, Peter escenificó una versión de cuatro horas de «Hamlet» para sus padres en un teatro de juguete, anunciando la obra como de «P. Brook y W. Shakespeare» e interpretando él mismo todos los papeles. Sin embargo, de niño rara vez iba al teatro, ya que lo consideraba «un precursor lúgubre y moribundo del cine», como dijo más tarde, y aspiraba a ser director de cine. Estuvo a punto de ser expulsado de Oxford tras descuidar sus estudios por su excesivo interés en la Sociedad Cinematográfica Universitaria, que había fundado en 1943.

Tras graduarse, aceptó un trabajo en una empresa especializada en la realización de anuncios publicitarios. Pero su empleo terminó en desgracia después de rodar un anuncio de un detergente al estilo de «Ciudadano Kane». (…)

Encontrando a «Natasha»

Cuando tenía 12 años, Brook se enamoró de la heroína de «Guerra y Paz», y decidió casarse con una persona llamada Natasha. «Y así fue», escribió en sus memorias, «Threads of Time» (1998). Se casó con la actriz Natasha Parry en 1951. Además de su hijo, Simon, director de documentales, tuvieron una hija, Irina, directora de teatro. (…)

Por un lado, Brook era el enfant terrible con un gran talento para resucitar obras clásicas y generar grandes interpretaciones de actores importantes. Por otro lado, disfrutaba de la diversión pura y simple. Como dijo el crítico Kenneth Tynan en 1953, su obra, rica y audaz, atraía al gourmet teatral: «Cocina con sangre, crema y especias».

Sin embargo, había una forma de arte cuya rigidez aún no podía romper. En 1947, fue nombrado director de las producciones de la Royal Opera House del Covent Garden de Londres, y puso en escena personalmente «Boris Godunov», «La Bohème» y «Las bodas de Fígaro».

Pero sus intentos de mejorar la calidad de la actuación y el decorado molestaron a algunos cantantes y críticos, que consideraron que la música se había resentido. Una producción de «Salomé» de Strauss fue la gota que colmó el vaso. Con diseños de Salvador Dalí, la puesta en escena presentaba efectos magníficamente excéntricos, pero la dirección se opuso a un plan para desviar el Támesis y llevar un transatlántico al escenario.

El contrato de Brook no fue renovado, y dejó el Covent Garden con la sensación de que «la ópera es una pesadilla de grandes disputas sobre pequeños detalles; de anécdotas surrealistas que giran todas en torno a la misma afirmación: Nada tiene que cambiar».

Aunque en los años 50 montó «Fausto» y «Eugene Onegin» en el Met, y encontró a los músicos más cooperativos y a los críticos más receptivos, renunció a la ópera hasta 1983, cuando montó una versión breve de «Carmen», trayéndola de París a Nueva York. Frank Rich calificó la producción de «hipnotizante» en su crítica para The New York Times. «Brook nos ha obligado a sentir el fatídico desenlace como si fuera nuevo», escribió.

 

 

La todavía famosa producción de 1970 de «El sueño de una noche de verano» de Brook, llena de acrobacias aéreas derivadas de su visita a un circo chino, terminó con actores sonrientes estrechando las manos de los espectadores. (…)

Su propio trabajo, dijo, era animar y permitir, aclarar y refinar, no imponer. (…)

Nunca perdió los nervios durante los ensayos, y a veces caía en un divertido distanciamiento. Pero su seriedad nunca estuvo en duda. Para Peter Brook, el teatro era «todo un espejo de la existencia humana, visible e invisible», que debía desafiar tanto a los intérpretes como al público a reevaluar el mundo y sus vidas.

 

 

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