Se me ocurren pocas ideas más conservadoras que la idea de progreso. Confiar en que la historia sigue el curso de algún trazo continuo y que esa trayectoria acabará por conducirnos a un mundo mejor es una intuición ortodoxamente judeocristiana. Un griego, por ejemplo, se desternillaría ante semejante hipótesis y sospecho que sin Agustín de Hipona la idea nos resultaría poco menos que ininteligible. Pero ahí sigue seduciéndonos después de tantos siglos. Lo peor es que algunos intentan cobrarnos un marco tan clásico como si fuera un ingenio innovador y a estreno.
El progreso admitió, por supuesto, versiones secularizadas. Una de las más celebres sería la de Marx, quien aguardaba la llegada de una sociedad sin clases como la revelación de nuestro destino. No mucho tiempo antes, Immanuel Kant, poco dado al optimismo, seguía rindiéndose a esa providencia laica que hoy identificamos con el progreso. Incluso los pioneros que llegaron a los Estados Unidos creyeron estar reencontrándose con la bíblica promesa de una nueva tierra. Somos animales que nos sentimos expulsados de un paraíso y mitigamos nuestra angustia con la esperanza de poder alcanzar el Reino.
La idea de progreso está tan inconscientemente instalada en nuestra manera de tantear el curso de la historia que los más conservadores harían bien en reivindicar para sí el concepto. Aunque, para ser justos, casi deberíamos defender lo que Nixon dijo del keynesianismo: ahora todos somos progresistas, dado que cualquier política aspira a construir un futuro mejor que el siempre miserable presente. Por bueno que este sea, y casi nunca lo es.
El adjetivo progresista admite dos interpretaciones. En una de sus acepciones, acaso la única fiel, el progresismo acabaría por ser en nuestros días casi un sinónimo de la condición humana. Vivimos hacia el futuro, como diría Ortega, y en la conquista de un mejor porvenir se concentran nuestros afanes. La otra acepción posible del progresismo, la privativa, la que aspira a distinguirse como una identidad ideológica, es poco menos que una falacia. Es absurdo considerarse progresista frente a otros porque nadie, aunque a veces parezca lo contrario, aspira a arruinarnos el futuro.
Cada vez que en un debate se emplean metáforas de avance o de regreso hay una trampa que se desliza de forma implícita. Progreso o retroceso no son categorías absolutas sino relativas, como demostraba el gato de Cheshire en ‘Alicia en el país de las maravillas‘. Uno avanza o retrocede en la medida en que se acerca o se aleja de un ideal, que es precisamente lo que está en disputa cada vez que se disiente. Por eso, si alguien les acusa de estar desandando, sean generosos y sinceros: respondan que ustedes también avanzan pero que, simplemente, aspiran a llegar a un lugar distinto.