Esos líderes que llegaron de lejos JUAN PABLO II, por Alberto Valero
Alguien podría objetar la inclusión de Juan Pablo II en una lista de líderes extranjeros, porque lo han sido todos quienes en la historia dirigieron El Vaticano, un enclave religioso en Roma con vocación universal; incluidos los italianos, porque cada uno de los prelados originarios de la Bota que se sucedieron en la silla de San Pedro desde 1523 hasta la sorpresiva designación del cardenal polaco en octubre de 1978, impuso a su reinado el toque particular de su carácter o de su región natal.
Sea la habilidad diplomática de Pio XI en sus maniobras contra Hitler y Mussolini, la antipática sequedad de Pio XII, la sobriedad intelectual de Paulo VI, el gesto bondadoso de Roncalli el veneciano que le mereció el apodo del Papa Bueno, o el enigma que dejó la sonrisa de Albino Luciani, cuando recién comenzaba a saborear las mieles del trono cristiano y, a juzgar por las sospechas que levantó su muerte prematura, también sus acechanzas.
Que fuese el tercero de una serie de papas en menos de seis meses signó el comienzo de la vertiginosa estadística que jalonó el pontificado de Karol Wojtila: el tercero más largo —27 años— en la historia de la Iglesia y el más azaroso, porque fue objeto de dos intentos de asesinato, si se incluye el de un cura ultramontano en Lourdes que sólo se conoció después de su muerte en abril de 2005; la movilidad infatigable que lo llevó a visitar 129 países en desplazamientos que sumaron kilometraje suficiente para viajar cuatro veces a la Luna; el poliglotismo que le permitía expresarse en doce idiomas aparte de su polaco natal; el ímpetu santificador que beatificó y canonizó a más personas que en los cinco siglos anteriores, hasta culminar en el tiempo record de su propia canonización, para satisfacer las demandas de los fieles de su patria y del resto del planeta.
Más de 20 mil discursos, 1.600 audiencias generales con asistencia de 18 millones de personas, un centenar de documentos que incluyeron 14 encíclicas de altísima densidad conceptual y elegancia literaria, la designación de 231 nuevos cardenales, reuniones con 1.600 jefes de Estado o de Gobierno y una multitud superior a los 4 millones de personas en una misa celebrada en Filipinas, son cifras que quitan el aliento cuando se saben las terribles secuelas que dejó en Juan Pablo II el atentado de un sicario turco a sueldo de Moscú en abril de 1981.
Su paso por Roma fue, en palabras del periodista Alessandro Piperno, el de la energía, la proximidad, el carisma y la impulsividad de un hombre joven, deportivo y de vocación comediante, que a la vez confrontó temas tan difíciles como la dictadura imperante en Europa Oriental desde 1945 y la sedicente teología de la liberación en Latinoamérica; la apertura ecuménica hacia las demás confesiones y la oxigenación del Vaticano con el aliento que insuflaron las jornadas juveniles alegres y multitudinarias organizadas en los cinco continentes.
A despecho de la pasividad con que enfocó el explosivo problema de los abusos sexuales y los oscuros manejos financieros de la Banca Ambrosiana, bastaría su respaldo al proceso que condujo a la democracia en su Polonia natal y el colapso del Bloque Soviético, para asegurarle un lugar de excepción en la historia vaticana.
Su mayor legado fue apelar a la tradición religiosa como herramienta fundamental para doblegar aquella aberrante ideología —que incluso politólogos tan afamados como Zbigniew Brzezinski o André Fontaine imaginaban eterna— y permitir a sus compatriotas recuperar sus derechos ciudadanos con el apoyo espiritual y, por supuesto, material y logístico, de la Iglesia, aliada a los centros del poder occidental.
Con razón los romanos hablaban al comienzo de un uomo da lontano, refiriéndose al peregrino que con humor y fino sentido político les dio excusas en su primera salida al balcón de San Pedro por su lengua imperfecta, porque nadie más conocía como él la trágica historia de Polonia, ocupada y dividida varias veces pero en pie todavía gracias a la cultura y ésta por la fe cristiana y por la Iglesia.
Por eso, un experto vaticanista, Bernard Lecompte, sentenció que al final de su pontificado podía Juan Pablo II sentirse satisfecho de haber alcanzado dos objetivos: el más importante para la Iglesia, su estabilización después del Concilio Vaticano II, y desde luego —el más espectacular— la caída del comunismo.