Derechos humanosDictaduraEconomía

¿Y qué pasa con nuestra paz?

¿Dónde está escrito que tenemos que aguantar callados, consumiéndonos de impotencia, la miseria sin fin provocada por el castrismo?

LA HABANA, Cuba.- De un tiempo hacia acá a los cubanos se les ha soltado la lengua. Lo mismo en redes sociales, que en una cola o un taxi, la gente anda desbocada hablando mal del gobierno, criticándolo sin atenuantes ni justificaciones; con ira, con dolor, y ya hasta con deseos de hacer cosas que a este pueblo manso no le pasaban por la cabeza.

La casta militar que mangonea a Díaz-Canel y lo obliga a no variar su discurso sin importar cuánto empeore la situación del país en todos los niveles, ha ido despertando ideas que hasta hace muy poco los cubanos rechazaban por considerarlas demasiado radicales e innecesarias. “Todavía se puede buscar el diálogo”, decían. Después del 11 de julio de 2021, cuando bajaron las condenas de los muchachos acusados de vandalismo por haber saqueado las tiendas en moneda libremente convertible (MLC), muchos condenaron aquellos episodios por considerarlos violentos, propios de delincuentes.

Quienes así se expresaron no tenían el hambre ni la urgencia que tienen hoy. Tampoco pensaron que las cosas se agravarían al punto de conducirlos también a ellos a pensar como “criminales”. Hoy los puritanos de hace un año pierden la paciencia y la ecuanimidad cuando escuchan hablar de un crecimiento económico que no impacta favorablemente en la vida de nadie; de resistencia y sacrificio, y por si fuera poco, de apagones solidarios. Más de uno pegó el grito en el cielo cuando ese libelo que se hace llamar “Tribuna de La Habana” publicó aquel titular, de los más cínicos que se puedan recordar, en medio de tantos resbalones protagonizados por la prensa oficialista desde que Díaz-Canel asumió el poder.

cubanos
Captura de pantalla de Tribuna de La Habana

 

 

Desvestir un santo para mal vestir otros, fue la filosofía aplicada por el régimen para que La Habana dejara de ser la ciudad “privilegiada” donde no se iba la corriente, según quejas escuchadas en la protesta popular ocurrida el pasado 15 de julio en el municipio Los Palacios, Pinar del Río. Ni tanto así, podría decirse, pues en la capital de todos los cubanos sí ocurrían apagones. Es cierto que municipios con mayor actividad comercial y cultural, como Habana Vieja, Centro Habana o Plaza, habían navegado con suerte; pero en otros más distantes (Guanabacoa, Diez de Octubre, La Lisa, el “glamoroso” Marianao, e incluso zonas céntricas del Cerro) los cortes de electricidad no daban descanso a sus moradores.

Tras el incendio en Matanzas, el cronograma inicial de afectaciones que se había trazado para La Habana, con cortes de cuatro horas cada tres días, ha dado paso a apagones diarios de entre 4 y 6 horas. Sin llegar al punto crítico en que se hallan las provincias, la capital ha comenzado a sufrir esta debacle energética que amenaza con dejar a oscuras todo lo que no sea territorio reservado al cliente internacional. Algunos establecimientos gastronómicos han anunciado entre sus bondades la inmunidad a los apagones gracias a plantas eléctricas importadas; mientras que los hoteles, permanentemente iluminados, no dejan dudas sobre cuál es la clase de persona que le importa a este gobierno.

La ira de los capitalinos va en aumento, pero siempre a la saga de los residentes en provincias que cada día toman las calles, cacerolas en mano, para recordarle al régimen que su paciencia está llegando al límite. La protesta ciudadana se ha normalizado, y aunque Díaz-Canel considere que sonar los calderos y criticar al gobierno no va a resolver los problemas, sabe también que el margen de desahogo del pueblo es tan limitado como la capacidad de su gabinete para revertir la gravísima situación que sacude al país.

Esmeralda, Placetas, Alcides Pino, Los Palacios, Baracoa. Cuanto más intrincado el pueblo, mayores sus penurias y peor la gestión administrativa del régimen. El malestar popular se ha traducido en ataques contra establecimientos estatales, pintadas antigubernamentales y peleas tumultuarias en espacios recreativos, tan frecuentes y difíciles de controlar que las autoridades decidieron suspender los carnavales de verano en ciudades como Santiago de Cuba y La Habana.

Algo cambió después del 11J; pero se ha radicalizado debido a la insensibilidad con que los dirigentes abordan la catástrofe nacional. Su ineficiencia, sus continuos errores, sus burlas y comentarios indolentes, han transformado la perspectiva de muchos cubanos sobre cómo sacar a esta gente del poder. Ya no es suficiente con desear que se vayan. Habiendo fracasado todos los intentos de diálogo, queda claro que el pueblo cubano está obligado a luchar para literalmente salvar su vida y la de sus seres queridos.

No importa cuánto amenacen con aplicar la ley. La situación ya es desesperada. Vivimos en un país sin comida ni medicinas, a oscuras la mitad del día y en medio de un brote de dengue hemorrágico que se alivia fundamentalmente con reposo y buena alimentación, dos lujos que la mayoría de los cubanos no pueden permitirse.

Los voceros de la dictadura advierten que la seguridad y la tranquilidad del país son sagradas, y que habrá consecuencias para quienes atenten contra ellas. Pero ¿qué pasa con nuestra paz? ¿Quién puede tener sosiego sabiendo que sus hijos tienen hambre, y sus ancianos dolores? ¿Dónde está escrito que tenemos que aguantar callados, consumiéndonos de impotencia, la miseria sin fin provocada por el castrismo?

La crisis está empujando a los cubanos a extremos no deseados. No se trata de odio, o de querer “desestabilizar” lo que nunca funcionó. Se trata del derecho a la vida, a proteger a los nuestros. Y nada puede el miedo contra semejante imperativo.

 

 

 

Botón volver arriba