En una esquina de la cocina la familia ha arrinconado la olla arrocera, una cafetera eléctrica de color rojo y la batidora que antes se usaba para hacer el puré de la abuela postrada. Como una batería de utensilios inútiles, así han quedado los electrodomésticos que hasta hace poco facilitaban la vida en la casa. Al igual que a tantos cubanos, a estos vecinos de la ciudad de Camagüey los cortes eléctricos los han obligado a volver a cocinar con leña.
En 2004, cuando el petróleo venezolano había hecho que Fidel Castro volviera a las andanzas de los megaproyectos y las supersoluciones, comenzó en la Isla la llamada Revolución Energética. Aunque en el discurso oficial se trataba de un proyecto para «transformar radicalmente el proceso de generación y ahorro de electricidad», en la vida cotidiana se tradujo en la sustitución de bombillos de alto consumo, el reemplazo de los viejos refrigeradores de la época capitalista que la gente aún tenía y la venta a plazos de módulos de electrodomésticos para los hogares.
La prensa nacional, y el propio «sabelotodo en jefe» a la cabeza, nos explicaban entonces las ventajas de cocinar con las ollas de presión eléctricas, de reemplazar el molesto queroseno que aún usaban muchas familias por una hornilla moderna que se enchufaba a la corriente y de calentar el agua en una vistosa jarra de plástico que no necesitaba fósforo ni gas, porque solo consumía vatios. En aquellas proyecciones parecía que los apagones ya no volverían, que Hugo Chávez no dejaría de mandar petróleo y que las termoeléctricas funcionarían con eficiencia y estabilidad.
Los grupos electrógenos de los que Castro nos habló hasta el aburrimiento apenas funcionan hoy con eficiencia en unos pocos lugares
Casi 20 años después, nada es como lo describieron aquellos propagandistas del milagro energético cubano. No se ha logrado una «progresiva reducción del gasto» de electricidad ni se eliminaron obstáculos a la hora de hacer acciones tan básicas como refrigerar los alimentos o procesarlos. Muchos de aquellos flamantes electrodomésticos se rompieron con sorprendente rapidez, carecían de piezas de repuesto en los talleres nacionales y tuvieron que ser sustituidos por otros, comprados estos sí, en las tiendas en moneda libremente convertible (MLC) o en el mercado negro que se nutre de los viajeros que llegan desde el extranjero.
Los grupos electrógenos de los que Castro nos habló hasta el aburrimiento apenas funcionan hoy con eficiencia en unos pocos lugares. La falta de combustible, el deterioro técnico, el vandalismo y la mala administración de estos dispositivos se une a su fuerte carga contaminante de ruido y olores que emanan allí donde los coloquen. Como fósiles de un período lejano, muchos de ellos se deterioran bajo el sol en algún descampado o acumulan años sin encenderse a las afueras de alguna institución.
En este verano de apagones y desesperos, no falta quienes indaguen sobre qué ha pasado con los supuestos logros de la Revolución Energética y exijan un balance de cuánto contribuyó aquella campaña al desastre que vivimos ahora al optar por caminos y estrategias que, dos décadas después, han evidenciado que fueron fallidas. Sin embargo, las mismas voces oficialistas que nos auguraban un futuro «luminoso», nunca mejor dicho, en el suministro eléctrico, ahora hacen silencio o evitan mirar hacia ese pasado reciente. Saben que criticar aquellas decisiones es señalar directamente a Fidel Castro. De manera que al no poder hacer el mea culpa de ese proyecto, se vuelven cómplices de sus nefastos resultados.
Parafraseando al refrán popular: prefieren jugar con el cable, antes que cuestionar el ego del promotor de esas ollas de presión eléctricas ahora inservibles.