De romance con las arañas
Nan Songer fue a las arañas lo que Diane Fossey a los gorilas africanos o nuestro recordado profesor Charles Ventrillón a las cigarras, con el valor agregado de que su vasta erudición contribuyó a salvar la vida de incontables soldados durante la Segunda Guerra Mundial.
The Scientist ha evocado la saga de la naturalista nacida en Cooksville, Tennessee, en 1892, que jugó un papel capital en la ofensiva contra el Nazismo, suministrando para los paracaídas del ejército estadounidense la seda que extraía de esos insectos, tan aborrecidos y mal afamados, quizás por el desconocimiento de su fascinante historia de cien millones de años.
Precisamente, desde que devinieron terrestres y comenzaron a producir seda para proteger sus cuerpos y sus huevos, aprendiendo poco a poco a capturar en las redes el alimento sin un gasto excesivo de esfuerzo y a devorarlas, una vez que el tejido perdía consistencia y por ende eficacia, a fin de recuperar la colosal energía que demanda su elaboración.
Las bondades de una substancia en apariencia tan frágil pero “cinco veces más fuerte que el acero y más flexible que el caucho” fueron proclamadas por primera vez en 1710 por el presidente de la Sociedad Científica Real, François Xavier Bon de Saint Hilaire en Montellier, Francia, si bien hubo que esperar hasta 1990 para clonar un gene capaz de incorporarse a otros organismos para producir el delicado material.
Se obvió así el problema básico del canibalismo que impide criar arañas en colonias, porque cierto tipo de bacterias, levaduras, gusanos de seda e incluso cabras pueden ahora generar en serie proteínas de la seda, aunque de menor calidad que las extraídas de las propias arañas, para propósitos industriales.
Mientras tanto, en el siglo XVI las telarañas habían sido aprovechadas en el Tirol austriaco como base para acuarelas; en la botica de las abuelas sirvieron para taponar cortaduras y heridas y detener hemorragias y siempre, según Wikipedia, los tradicionales xilófonos nigerianos deben a ellas su peculiar zumbido.
Pero, en 1941, mientras la aracnóloga autodidacta cuidaba sus dos hijos, estudiaba biología en la Universidad de Riverside y devotamente atendía miles de ejemplares en su granja en Yucaipa, California, fue encargada por la Administración Roosevelt de producir una seda que fuese diez veces más delgada que un cabello humano y más resistente que el acero, para los paracaídas de los soldados que salían a combatir en Europa y el Pacífico.
Según el reportaje, Nan obtuvo del género viuda negra una seda compuesta de seis fibras que, separadas con una aguja alcanzaron una apariencia casi invisible y el grosor requerido por las autoridades militares y, laboriosamente, diseñó una técnica de extracción a escala masiva, pinchando el abdomen de los animales con una delgadísima fibra a base de yuca para ordeñarles la seda y almacenarla en probetas de vidrio que eran retiradas rutinariamente por el Ejército bajo las medidas de seguridad más absolutas.
Su esmero creció de tal manera que fue capaz de experimentar con más de cincuenta especies y producir de ejemplares recién nacidos una seda aún más delgada, que una vez concluido el conflicto continuó proveyendo para su empleo en armas, telescopios, microscopios e instrumentos médicos, hasta que fue reemplazada por sustancias sintéticas.
Sólo la muerte, en 1956, interrumpió su romance con los repugnantes bichejos, sin imaginar que Tobey Maguire volaría medio siglo más tarde por los techos de New York, combatiendo el crimen, colgado de su invención.
Varsovia, septiembre 2022.