Podría objetarse a esta inclusión que el Mariscal Józef Pilsudski, actor fundamental en 1919 de la transición de Polonia a la independencia tras la Gran Guerra, fuese de nacionalidad polaca, porque Zulów, el villorrio donde nació en 1867 y es hoy parte de Lituania, pertenecía entonces al sector de su país sometido al Imperio zarista.
Pero su nacimiento fortuito en la Samogitia —la región de mayor abolengo en Lituania— tuvo que ver con las vicisitudes que forzaron al exilio de su familia después que el primogénito participó junto al hermano de Lenin en un atentado contra el zar Alejandro III; al ambiente lituano que ejerció poderosa influencia en su formación juvenil hasta determinar, en la madurez, un factor clave de su ideario geopolítico y del rumbo que imprimió al país que gobernó con puño de hierro hasta su muerte en 1935.
Así había acontecido al poeta Adam Mickiewicz, quizás el más ilustre de los intelectuales polacos del siglo XIX —nacido sin embargo en Bielorrusia— que se lamentaba “Oh, Lituania, mi patria, eres como la salud, cuyo valor sólo se descubre cuando la hemos perdido!”, en uno de sus versos más famosos.
Sin descanso, Pilsudski luchó por la restauración del Estado polaco, dividido desde 1794 entre Rusia, Prusia y el Imperio Austro-húngaro.
Fue una trayectoria rica en aventuras, desde sus editoriales en la prensa clandestina del partido socialista, las intrigas diplomáticas para inducir al Japón a cargar contra Rusia a través del mar Báltico en 1904; el terrorismo, con el ataque a un tren postal cerca de Vilnius en 1912 y numerosas prisiones y evasiones.
Y, finalmente, el liderazgo político y el comando militar, como estratega autodidacta que aprendió de Napoleón y Clausewitz, al frente de la Primera Brigada de la Legión Polaca durante la Gran Guerra y, sobre todo, como paladín del combate contra la invasión bolchevique en 1920, en la admirable campaña que se recuerda como el Milagro del Vístula.
Como dice Adam Balcer, su ideario fue reflejo de una infancia rodeada de bielorrusos, lituanos, judíos y tártaros, emparentado como estaba con el padre de la Lituania independiente, y no es de extrañar que personalidades nacidas en Rusia, Siberia, el Cáucaso e incluso Asia Central colaborasen para instrumentar la política exterior de la primera república polaca que él presidió entre 1918 y 1921.
Esas raíces determinaron su llamado Prometeísmo, la convicción de que cualquier autonomía dentro del Imperio ruso era imposible y se precisaba la creación de una Federación de Estados de Europa Oriental liderada por Polonia, con Bielorrusia y Ucrania, Estonia y Letonia hermanadas —a pesar de sus diferencias étnicas y religiosas— en alianza con Alemania; mientras su Intermarium imaginaba una Polonia con influencia desde el Báltico al Mediterráneo para discutir a Rusia la hegemonía en Europa Oriental.
Ambos conceptos hacían referencia a una Mancomunidad Polaco-Lituana, idealizada por Pilsudski y sus más próximos allegados.
Cuando el fracaso de la primera república fue evidente, Pilsudski emergió de su retiro en mayo de 1926, en hombros de un sector militar, para imponer un régimen de fuerza que barrió con el desorden de la democracia parlamentaria y poco a poco se alienó la simpatías de los sectores de izquierda que en un principio le habían apoyado como el único recurso contra la anarquía.
Villano para algunos y salvador de la patria para otros, Pilsudski fue enterrado en el castillo de Wawel, en Cracovia, y es sin duda el personaje más importante de la historia nacional del siglo XX, silenciado por el régimen pro-soviético y reivindicado tras su caída en 1991.
Su estatua domina en Varsovia la plaza que lleva su nombre frente a la Tumba del Soldado Desconocido, mientras el corazón yace en Vilnius, junto a su madre, como un recordatorio del amor que abrigó siempre por su Lituania natal.