Democracia y PolíticaÉtica y MoralHistoriaSemblanzas

Con dignidad, la Reina Isabel II encarnó un principio en peligro de extinción: la unidad

El sol se ha puesto finalmente sobre el Imperio Británico. Sus últimos rayos se encarnaron en la firme persona de la Reina Isabel II, que murió el jueves tras más de 70 años en el trono. El suyo fue el reinado más largo de la historia británica, durante el cual el país luchó por encontrar su identidad poscolonial.

Diez días de ceremonias marcarán su fallecimiento -nadie supera a los ingleses en cuanto a ceremonias- durante los cuales se dirá todo lo que se puede decir de la Reina Eterna. Aquí, mientras la noticia sigue siendo noticia, hay unas breves opiniones sobre la persona, la figura histórica y el símbolo que fue Isabel Windsor.

A menudo pensamos en el deber en el contexto de un momento concreto: el soldado en la batalla, el primer interviniente en una emergencia, el ciudadano en el estrado del jurado. Toda la vida de la reina fue un deber cumplido. Apareció por primera vez en la portada de la revista Time en abril de 1929, una figura pública a los 3 años. Se podría pensar que los palacios, los cortesanos y las joyas eran una compensación suficiente. Pero hay que tener en cuenta a toda la gente que la rodeaba y que vio la vida real de cerca y quiso abandonarla. Su tío abdicó al trono. Sus hijos se quejaron del escrutinio. Un nieto se fue a Hollywood y desnudó su alma a Oprah.

Cada uno deseaba de alguna manera tener una vida aparte del deber real. Querían que fuera un trabajo, no una identidad. Querían ser individuos, con pasiones y peculiaridades y algún que otro mal día. Isabel entendió su deber de borrarse a sí misma al servicio de un papel muy abstracto: La Reina. La misma mañana, la misma el año que viene, la misma más de 70 años después de su comienzo.

La conocí brevemente en 1985, en una conmemoración de la ayuda estadounidense a Gran Bretaña bajo el Plan Marshall. Yo estaba en un posgrado; ella había sido reina desde que mis padres iban en la universidad. Me advirtieron que no iniciara un apretón de manos, pero ella extendió la suya para estrechar la mía, sumamente digna pero no distante. Era lo más parecido a un vacío total que había encontrado en mi vida. Ese era su deber: no estar interesada ni desinteresada; no estar contenta ni malhumorada; no apresurarse ni demorarse. No estaba allí como persona. Estaba allí como La Reina.

La historia registrará que la autodisciplina y la devoción al deber de la reina Isabel probablemente salvaron la monarquía. Las fuerzas del siglo XX -las guerras mundiales, la expansión de la democracia, el fin del colonialismo, el declive de las instituciones y el auge del individualismo- conspiraron contra el anacronismo de la autoridad heredada. No se resistió a esas fuerzas pero tampoco les dio una oportunidad contra ella.

En cambio, mantuvo una relación con las antiguas colonias y reinos de Gran Bretaña como cabeza de la Commonwealth. Esta atractiva empresa de más de 50 naciones surgió del pasado imperial, pero en lugar de poder y explotación representa la prosperidad compartida y los ideales mutuos. De hecho, se han unido a la Commonwealth naciones que no tenían ningún vínculo colonial con Gran Bretaña.

Su marido a veces decía cosas ofensivas – pero Isabel nunca lo hizo. Sus hijos generaron controversias, pero Isabel nunca lo hizo. Cuando la gente se quejó del coste de la monarquía, ella se ofreció a pagar impuestos. Cuando la gente se quejó de la frialdad de los Windsor, ella se hizo más afectuosa. Para los Juegos Olímpicos de 2012, tras 60 años de servicio, se interpretó a sí misma en una parodia cinematográfica, saltando en paracaídas en el Estadio Olímpico en compañía de James Bond.

Hizo que la monarquía fuera aceptable para la era moderna. Veremos cuánto dura sin ella.

No se trata de una cuestión exclusiva de Gran Bretaña. Como reina, Isabel simbolizó algo que escasea en todo Occidente: la unidad. No era de ningún partido o facción. No era de izquierdas ni de derechas. No era del Norte ni del Sur. Aunque fue la mujer más rica de Gran Bretaña, le gustaban los perros leales y las botas embarradas.

Su propia existencia -vivida con tanta diligencia y sentido del deber- era un llamamiento a la idea de que existe algo así como un pueblo británico, unido no sólo por la geografía, y desde luego no por las creencias, sino por un pasado y una cultura viva. Cuando los votantes elegían un gobierno conservador y más tarde un gobierno laborista, y volvían a cambiar, una y otra vez, década tras década, el primer acto de cada primer ministro era ver a la reina. Su invitación ceremonial para formar gobierno encarnaba el principio de que por muy enfrentados que estén los partidos, sirven a la misma nación.

Apenas hace falta decir que este principio está en peligro hoy en día, no sólo en Gran Bretaña, sino en todas las naciones donde la gente es libre de expresar sus diferencias. Empezamos a temer que las diferencias por sí solas nos destruyan, si perdemos los hilos que aún nos unen. Isabel II fue un hilo fuerte.

 

Traducción: Marcos Villasmil

============================

NOTA ORIGINAL:

With dignity, Queen Elizabeth II embodied an endangered principle: Unity

David von Drehle – The Washington Post

 

The sun has finally set on the British Empire. Its last rays were embodied in the steadfast person of Queen Elizabeth II, who died Thursday after more than 70 years on the throne. Hers was the longest reign in British history, during which the country struggled to find its postcolonial identity.

Ten days of ceremonies will mark her passing — no one outdoes the English on ceremony — during which everything that can be said will be said of the Forever Queen. Here, while the news is still news, are a few brief observations on the person, the historical figure and the symbol that was Elizabeth Windsor.

We often think of duty in the context of a particular moment: the soldier in battle, the first responder in an emergency, the citizen in the jury box. The queen’s entire life was a duty fulfilled. She first appeared on the cover of Time magazine in April 1929, a public figure at age 3. You might think the palaces and courtiers and jewels were ample compensation. But consider all the people around her who saw the royal life up close and wanted out. Her uncle abdicated the throne. Her children chafed under the scrutiny. A grandson decamped to Hollywood and bared his soul to Oprah.

Each wished in some way to have a life apart from royal duty. They wanted it to be a job, not an identity. They wanted to be individuals, with passions and quirks and the occasional bad day. Elizabeth understood her duty to efface herself in service to a highly abstract role: The Queen. The same tomorrow, the same next year, the same more than 70 years after she began.

I met her briefly in 1985, at a commemoration of U.S. aid to Britain under the Marshall Plan. I was in graduate school; she had been queen since my parents were in college. I was warned not to initiate a handshake, but she reached to shake mine, supremely dignified but not aloof. She was as close to a complete blank as anyone I had ever encountered. That was her duty: not to be interested or uninterested; not to be happy or grumpy; not to hurry or tarry. She wasn’t there as a person. She was there as The Queen.

History will record that Queen Elizabeth’s self-discipline and devotion to duty most likely saved the monarchy. Tidal forces of the 20th century — the world wars, the spread of democracy, the end of colonialism, the decline of institutions and the rise of individualism — conspired against the anachronism of inherited authority. She neither resisted those forces nor gave them an opening against her.

Instead, she maintained a relationship with Britain’s former colonies and realms as head of the Commonwealth. This attractive enterprise of more than 50 nations grew out of the imperial past, but instead of power and exploitation it stands for shared prosperity and mutual ideals. Nations have joined the Commonwealth that had no colonial ties to Great Britain at all.

Her husband sometimes said offensive things — but Elizabeth never did. Her children sowed wild oats — but Elizabeth never did. When people complained about the cost of the monarchy, she volunteered to be taxed. When people complained about the coldness of the Windsors, she warmed her affect. For the 2012 Olympics, 60 years into her service, she played herself in a film spoof, parachuting into Olympic Stadium in the company of James Bond.

She made monarchy palatable to the modern age. We’ll see how long that lasts without her.

This is not a question for Britain alone. As queen, Elizabeth symbolized something in short supply throughout the West: unity. She was not of any party or faction. She was not of the left or of the right. She was not of the North or of the South. Though she was once the wealthiest woman in Britain, she liked loyal dogs and muddy boots.

Her very existence — so diligently and dutifully fulfilled — was an appeal to the idea that such a thing exists as a British people, bound together not just by geography, and certainly not by belief, but by a past and a living culture. When the voters elected a Conservative government and later elected a Labour government, and switched again, and again, and again, across decade after decade, every prime minister’s first act was to see the queen. Her ceremonial invitation to form a government embodied the principle that dueling parties serve the same nation.

It scarcely needs saying that this principle is endangered today, not just in Britain but in every nation where people are free to express their differences. We begin to fear that differences alone will destroy us, should we lose the remaining threads that bind us. Elizabeth II was strong thread.

 

 

Botón volver arriba