El mayor reto de Carlos III: ser una figura política, pero no intervenir
Como jefes de Estado, los reyes del Reino Unido son personajes políticos, aunque no en cuanto a poder político partidista duro. Todavía se recuerda cuando Isabel II pidió a los escoceses antes del referéndum de 2014 «pensar sobre el futuro»
El día del fallecimiento de Isabel II es trascendental para la historia, y no solo del Reino Unido y de las diversas repúblicas y monarquías de la Commonwealth. También es extraordinariamente triste desde una perspectiva humana. Isabel reinó, con sabiduría y compasión, más tiempo que ningún otro monarca británico. La inmensa mayoría de sus súbditos -o ciudadanos, como la Reina prefería decir- no pueden recordar una época en la que ella no estuviera presente. Poseía una autoridad moral única. Nunca fue más evidente que durante el confinamiento por el Covid. En abril de 2020, su mensaje al pueblo británico levantó el ánimo de la nación cuando, recordando una canción de la Segunda Guerra Mundial instalada en la memoria colectiva, prometió a todos que ‘Volveremos a encontrarnos’.
Figura política
Pero el fallecimiento de Isabel II es trascendental porque además era una figura política. Por supuesto, no era una figura ‘de partido político’. Primeros ministros de todo el espectro ideológico han dejado constancia de lo mucho que valoraban sus consejos (en las raras ocasiones en que se decidía a darlos), pero lo más habitual es que hayan expresado su gratitud por poder hablarle de sus problemas y frustraciones con la certeza de que lo que decían jamás se filtraría.
Isabel II se reunía con sus quince primeros ministros británicos aproximadamente una vez a la semana cuando el Parlamento estaba en sesión. Pasaba unas horas cada día leyendo los documentos del Gobierno, incluidos los secretos que no se revelaban a los miembros de menor rango del gabinete. El ex primer ministro socialista Harold Wilson, el primero que tuvo de esa orientación política, aconsejaba a sus sucesores que trajeran el trabajo hecho desde casa antes de sus audiencias con la Reina. En su primera reunión, ella sacó a colación un tema sobre el que él no había leído nada, lo que le hizo sentirse muy avergonzado. Más recientemente, los historiadores de la crisis de los misiles en Cuba de 1962 han descubierto pruebas cruciales sobre el movimiento de los misiles rusos a partir de los papeles enviados a la Reina, pero que accidentalmente quedaron disponibles en los Archivos Nacionales.
Nadie discutiría que Isabel II fue una fuerza política que cambió las reglas del juego durante sus 70 años como jefa del Estado. Eso sería imposible en una democracia compleja, en la que la política se forja entre innumerables grupos de presión y en incontables comités y subcomités. Otro ex primer ministro de centroizquierda, James Callaghan, reveló que una vez, cuando tenía un problema concreto, le preguntó a la Reina qué haría ella. Siempre cautelosa a la hora de comprometerse sin una razón de peso, Isabel le respondió, tras un momento de vacilación, que era a él a quien le pagaban por tomar decisiones. Por decirlo de otro modo, Isabel II era inflexible en su deseo de servir a su pueblo, pero sin tratar de dictarles nada. Esta actitud era mucho más que un deseo de preservar la monarquía. Como soberana ungida y coronada, creía fervientemente que su papel era el de apoyar la democracia, no alterarla.
RELACIÓN CON QUINCE PRIMEROS MINISTROS
Numerosas figuras políticas británicas recuerdan la capacidad de trabajo de Isabel II y su conocimiento sobre diversos temas
Pero, por el mero hecho de ser jefa del Estado, era un personaje político, aunque no en cuanto a poder político partidista duro. En 2014, el Gobierno de David Cameron temía que el pueblo de Escocia votara a favor de separarse del Reino Unido. Recurrió al Palacio de Buckingham en busca de ayuda. En su acción política más abierta de la que tengamos conocimiento, Isabel accedió a intervenir, pero de la forma más sublime. Utilizó su autoridad moral -su poder blando- para permitir que las cámaras escucharan una conversación aparentemente privada. Al salir de la iglesia un domingo por la mañana antes de la votación, le preguntaron sobre el referéndum y ella respondió que esperaba que los escoceses «pensaran detenidamente sobre el futuro». El comentario fue tan sutil que ni siquiera los nacionalistas más acérrimos pudieron quejarse abiertamente.
Esa habilidad para dotar de autoridad moral a las decisiones políticas resultó de suma importancia en 2011. La Reina y el Príncipe Felipe realizaron una visita de Estado a la República de Irlanda. Su disposición a enfrentarse a las problemáticas relaciones entre Gran Bretaña e Irlanda, e incluso a pronunciar unas palabras en lengua irlandesa, se tomaron como una señal de que las relaciones entre ambos países por fin habían madurado. Al año siguiente, estrechó públicamente la mano de Martin McGuinness, un antiguo líder del IRA, la organización responsable del asesinato de Lord Mountbatten. Se había otorgado el sello real a la reconciliación que Irlanda del Norte necesitaba para garantizar el éxito del proceso de paz.
Desafíos urgentes
El nuevo Monarca será también una figura política, le guste o no. Como Carlos III -ha descartado llamarse Jorge VII-, el nuevo Rey no tendrá tiempo de acumular la autoridad moral que su madre poseía. Es muy probable que la muerte de Isabel II dé un impulso a la docena o más de los 54 países de la Commonwealth que optaron por mantener al Monarca británico como su jefe de Estado. Tras el fracaso de un referéndum en Australia, muchos republicanos reconocieron que sería inapropiado hacer campaña mientras la Reina siguiera viva. Pero si Carlos III pierde varios de sus reinos, no será un asunto grave. Asistió encantado a la reciente ceremonia que señalaba el cambio de Barbados a una república. Seguirá siendo el jefe de la Commonwealth, y ninguna nueva república ha querido nunca abandonar esa organización simplemente por un cambio en sus disposiciones constitucionales internas.
Otra organización de la que es ahora el jefe, la Iglesia de Inglaterra, podría resultar más problemática para Carlos III. Es el Gobernador Supremo de la Iglesia Anglicana, pero también seguirá utilizando un título que, irónicamente, el papado concedió en su día a Enrique VIII, el de Defensor de la Fe. Ha dicho que le gustaría que le vieran más como un defensor de la fe en general. Cristiano devoto como su madre, también siente un gran respeto por otras religiones, especialmente el islam. Será interesante ver si en su coronación, y la de la Reina consorte Camila, se concederá algún papel a los miembros de otras religiones. Algunos anglicanos menos ilustrados ya se han opuesto a esta posibilidad.
MANTENER LA UNIDAD TERRITORIAL
El reto más trascendental al que se enfrenta el rey es garantizar la integridad territorial ante el desafío en Irlanda del Norte y Escocia
También se tiene la sospecha de que el Rey Carlos quizá tenga que ser un jefe de Estado más intervencionista de lo que jamás se le exigió a su madre. El Monarca tiene dos funciones constitucionales principales. La primera es la de nombrar un primer ministro. La segunda es la de conceder el permiso para celebrar elecciones generales (una de las decisiones poco conocidas del Gobierno de Boris Johnson fue la de abolir los parlamentos de duración determinada y reinstaurar la facultad del primer ministro de convocar elecciones anticipadas, con la aprobación del monarca).
El sistema de las democracias parlamentarias occidentales se basaba habitualmente en la existencia de dos partidos principales que más o menos se alternaban en el gobierno. Ahora parece que cada vez surgen más agrupaciones políticas, ya sean nacionalistas o basadas en personalidades (por ejemplo, Trump en Estados Unidos o Macron en Francia, y España evidentemente no es una excepción). Esto significa que cada vez será menos claro quién puede controlar una mayoría en la Cámara de los Comunes británica. En otras palabras, no será obvio quién debe ser primer ministro o quién tiene derecho a convocar elecciones anticipadas. Puede que el Rey Carlos tenga que decidir. En sí misma, esta no es una cuestión de política partidista. Se trata simplemente de aplicar las reglas del juego. Pero los políticos tienen la costumbre de atacar a quienes toman decisiones que no les gustan. Efectivamente, es posible que el nuevo Monarca tenga que andar con pies de plomo.
Mantener la unidad
Pero el reto más trascendental al que se enfrenta el Rey Carlos III sigue siendo el de la integridad territorial del Reino Unido. Los protestantes norirlandeses se mantienen visceralmente leales a la Corona, hasta el punto de que quizá fueran reacios a aceptar que, con el cambio demográfico, por no mencionar el Brexit, una mayoría de los habitantes del Ulster pueda desear, dentro de poco, asociarse a la República Irlandesa. En Escocia, el partido nacionalista se proclama a favor de una monarquía compartida, pero está por ver si eso sobrevivirá durante el nuevo reinado.