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Villasmil: Elizabeth II, Regina

 

“Siete papas, 17 mundiales de fútbol, 14 presidentes norteamericanos, 15 primeros ministros, 30 mascotas (principalmente perros de la raza corgi), una reina”. Entre muchos ejemplos, este sin duda sobresale por lo que implica como muestra de paso del tiempo, cuando este representa la duración, por décadas, de la constancia en el deber.

 

 

Sin embargo, solo habían pasado algunas horas de la muerte de Elizabeth Windsor, la segunda reina Elizabeth (Isabel) de las Islas Británicas y de la Mancomunidad Británica de Naciones, -54 países en total- cuando voces chirriantemente disidentes, desde posturas algunas de ellas originadas en el resentimiento o la ignorancia, “la sutil corrupción de los cínicos” (en palabras de una joven reina Elizabeth), comenzaron a lanzar ataques contra la monarquía británica. Y ni siquiera los ha detenido el hecho de que la reina recientemente fallecida seguramente será recordada, a pesar de sus humanos errores, no solo por la extensión de su reinado, sino por un legado sin duda formidable.

Basta recordar que solo dos días antes de su fallecimiento, en el castillo de Balmoral, en Escocia, le sería tomada su última foto: sonriente, dándole la mano a la nueva primera ministra británica, electa horas antes por la votación de la militancia conservadora, Liz Truss.

A los 96 años, cumpliendo con sus labores y deberes hasta el final.

 

Isabel II este martes al recibir a Liz Truss su nueva primera ministra
Isabel II recibiendo a Liz Truss, su nueva primera ministra. GTRES

 

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No son estos tiempos fáciles, al contrario. Ni para los británicos ni para el resto del mundo. Por ello hay ciertas cuestiones que deben ser asumidas con extremos cuidado y urgencia; una de ellas, prominente en la mayoría de países, es la defensa y protección de las instituciones de la libertad y de la democracia. Partiendo de la siempre fundamental, la familia, o de la educación, pareciera haber una ofensiva extremista para destruirlas. En esa tarea van unidas una izquierda y  una derecha ebrias de afanes populistas y antidemocráticos. Para ello, buscan manipular y confundir a los ciudadanos, “desciudadanizarlos”, en palabras del querido amigo Nelson Chitty.

Quieren gobernar alabando el falso ídolo de la demagogia popular, de que “el pueblo nunca se equivoca”, y que debe ser consultado para todo. Incluyendo, en el caso británico, la escogencia del rey o reina.

Olvidan ¿interesadamente? por ejemplo, que una de las decisiones políticas más importantes del siglo XX en el mundo, la sucesión del cargo de primer ministro británico, en mayo de 1940, ante la obligada salida de Neville Chamberlain, fue tomada en una reunión de cuatro personas, una de ellas el candidato que lo sustituyó, Winston Churchill. Si la decisión hubiera sido por “votación popular”, o incluso parlamentaria, Churchill jamás habría sido electo, y quizá en este momento  yo estaría comunicándome con ustedes, lectores de estas líneas, en una especie de dialecto caribeño del idioma germánico que habrían impuesto los nazis victoriosos.

Nunca olvidaré las palabras de un siempre juicioso y prudente pensador demócrata-cristiano, Enrique Pérez Olivares, en un curso de formación de la juventud socialcristiana: “el que una decisión la tomen más personas, no la hace necesariamente más democrática o acertada”. Y de ello hay múltiples ejemplos, incluso en la vida diaria.

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Estos días se ha mostrado en diversas fuentes noticiosas un video en Sudáfrica, en 1947, cuando a sus 21 años, Elizabeth afirmó en su discurso: “Declaro ante todos ustedes que toda mi vida, ya sea larga o corta, estará dedicada a su servicio y al servicio de nuestra gran familia imperial a la que todos pertenecemos”. Y vaya si cumplió su promesa.

 

 

Su largo reinado tuvo tres principios destacables: continuidad, estabilidad, dignidad. Muy anglosajones ellos, en contraste con la conducta del ininterrumpido festival de jefes de gobierno que van y vienen en los regímenes presidencialistas latinoamericanos, con más pompa que circunstancia, más pantalla que contenido sustantivo; casi todos prometiendo fantasías adánicas, presuntuosos salvadores que cambiarán para siempre la Historia Patria, que ahora sí, en verdad, se inicia con ellos. Vanas promesas.

Mientras, el rol de ella se transformaba, como cambian las edades y las realidades: princesa en tiempos de guerra, novia joven, cabeza de un Estado, matriarca, persona y, sobre todo, símbolo de unidad nacional.

Esto nunca lo han entendido sus detractores, en especial de la izquierda. Es esencial en todo sistema político la cuidadosa separación de lo permanente y trascendente  -la unidad nacional, el Estado unitario bajo valores y una visión de futuro compartidos- y lo coyuntural, lo transitorio, representado políticamente durante el reinado de Elizabeth Windsor por 15 primeros ministros (11 conservadores, 4 socialistas; desde Winston Churchill a Tony Blair, de Margaret Thatcher a la muy reciente Liz Truss).

La monarquía es un símbolo, con duración milenaria, de la voluntad unitaria de los ciudadanos habitantes de las islas británicas. Una institución que evolucionó desde sus orígenes absolutistas hasta representar al Estado de los ciudadanos, no a sus líderes políticos, económicos o culturales. Para servir a lo permanente, no a lo contingente. Porque si algún valor fundamental tiene la monarquía británica es que representa una fuerza institucional estabilizadora y perenne que una política de partidos peleándose por el gobierno jamás puede suministrar. Y el pueblo británico lo ha sabido. Desde hace siglos.

Como recuerda David van Drehle, cuando los votantes elegían un gobierno conservador y luego un gobierno laborista, y luego cambiaban, década tras década, el primer acto de cada primer ministro era ver a la reina. Su invitación ceremonial para formar gobierno encarnaba el principio de que por muy enfrentados que estén los partidos, sirven a la misma nación.

El principio constitucional británico, totalmente consuetudinario ya que el Reino Unido no tiene una constitución escrita, se basa en la precisa y necesaria articulación de lo dignified -la Corona- y lo efficient -el gobierno- según una distinción desarrollada por Walter Bagehot (redactor jefe de la siempre prestigiosa revista The Economist entre 1861 y 1877). Los rituales arcanos y los complejos códigos de la primera son inútiles si no se ponen al servicio de lo segundo, que deriva su legitimidad de la primera. Mantener la vigencia y actualidad de ese principio es un claro reto para el nuevo rey, Charles III (la Corona), y la Primera Ministra, la conservadora Liz Truss (el gobierno).

Como lo señala Rebecca Mead, en The New Yorker, Elizabeth II tuvo una vida de privilegio, pero también de sacrificio; e incluso aquellos que no aceptaban lo primero, han tenido que reconocer lo segundo. Para ella, el deber siempre estuvo primero.  

Su largo reinado ejemplificó un supremo reto superado exitosamente: cómo aceptar los cambios de todo tipo en la sociedad -culturales, tecnológicos, sociales, ideológicos- y mantener al mismo tiempo las tradiciones y los valores que las sustentan.

Y como afirmara Liz Truss, la novel Primera Ministra: “ella fue la roca sobre la cual se construyó la moderna Gran Bretaña”; “ella representaba el espíritu nacional”, que se ha venido perfeccionando tras una estela de ejemplos históricos de cómo lentamente se fue construyendo la noción de nación, desde la Carta Magna, en 1215, hasta la victoria sobre el totalitarismo nazi en 1945.

Y concluye Truss: “con el final de la segunda era isabelina, iniciamos una nueva era en la magnífica historia de nuestro gran país -exactamente como Su Majestad hubiera deseado- diciendo las palabras: «Dios salve al Rey».

 

 

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