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Héctor Abad Faciolince: Un déspota acorralado

 

Al sórdido hombre fuerte de Rusia, Vladímir Putin, le sale todo mal últimamente. Desde que decidió, hace siete meses, invadir a Ucrania, un país independiente y soberano, sus cálculos han resultado desastrosos. Sus planes eran llegar triunfante a Kiev en pocos días, deponer el Gobierno del judío Zelenski (a quien Moscú llama neonazi) e instalar en su lugar un Gobierno títere presidido por algún oligarca prorruso. Quería impedir que Ucrania llegara a ser miembro de la Unión Europea (UE). También temía que hubiera otro aliado de la OTAN en sus fronteras.

Con su invasión, hasta ahora, ha conseguido todo lo contrario. Finlandia y Suecia, que nunca habían querido entrar en esta alianza militar, pidieron ser admitidos por miedo a un vecino prepotente que en cualquier momento podía tener la idea de agredirlos; Ucrania inició los trámites para ser admitida en la UE, y casi todos los que en el mundo a duras penas sabían algo de la historia, la cultura y la lengua de Ucrania se enteraron al fin de su importancia, su valor y su independencia. Hoy Ucrania tiene una fuerza, una admiración y una presencia nítida en la historia. Rusia, “el país hermano eslavo que nunca los atacaría”, es ahora su más odiado enemigo y la causa de su unión y su valentía.

El precio que paga Ucrania por defender su territorio y su existencia es inmenso. Seis millones de personas (viejos, niños y mujeres en su mayoría) han tenido que salir del país en pocos meses. Otros ocho millones son desplazados internos que huyeron de las regiones orientales (invadidas por el ejército ruso) a las occidentales. El número de civiles y soldados muertos por la invasión es incierto, pero se cuentan por decenas de miles. La ONU ha confirmado que Rusia comete crímenes de guerra: violación de mujeres, tortura de soldados presos, ejecuciones sumarias, bombardeo de hospitales, teatros, escuelas, etc. Una carnicería cometida por el ejército de Putin y sus bombardeos indiscriminados.

Los seres humanos, como otros mamíferos, somos territoriales. Cuando atacan el sitio donde vivimos con nuestras familias, con nuestros hijos y nuestros padres, somos capaces de luchar hasta la muerte. Esto se sabe hasta en la pequeña guerra simbólica del fútbol: jugar como local tiene ventajas por la gritería de las gradas y la humillación que significa perder en la propia casa. Los soldados rusos, en cambio, no entienden siquiera por qué están luchando y entregando la vida. Durante la contraofensiva ucrania reciente en el nordeste del país, miles de soldados rusos salieron huyendo y dejaron atrás armamento pesado, ropa, comida, cartas. Ahora en su país se exponen a ser juzgados como desertores y cobardes y a pagar varios años de cárcel.

Putin, que no llama guerra a su agresión a Ucrania, y mucho menos invasión, sino “operación militar especial”, poco a poco se quita la máscara. Ve lejos la victoria, se siente acorralado y amenaza con armas nucleares. Acaba de decretar una leva obligatoria de 300.000 reservistas. En la familia típica de Rusia hay un solo hijo. Por eso no es de extrañar que miles de hombres jóvenes estén huyendo por las pocas fronteras abiertas hacia los países que todavía no les exigen visa. Los que protestan o desertan se exponen a lo peor. Los opositores de Putin están presos, muertos o en el exilio. Aun así, algunos nuevos se atreven a salir a la calle.

El presidente de Colombia, alineado con López Obrador, está tomando el camino del pacifismo neutral, como si fuera lo mismo invadir que ser invadido. Putin le coquetea. Al recibir a los nuevos embajadores de Venezuela y Colombia en Moscú, dijo de la primera: “Venezuela es nuestro socio estratégico y aliado fiable en América Latina y a nivel mundial”. Y de nosotros: “Colombia es un prometedor socio de Rusia en América Latina”. Sería trágico convertirnos en socios de un envenenador, un déspota y un criminal de guerra. ¿La potencia mundial de la vida se quiere aliar con la potencia de la muerte?

 

 

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