Gente y Sociedad

Isabel Coixet: Corre, Tristán

Admiro a las mujeres que llevan tacones altos en los aeropuertos y caminan erguidas, con un aplomo que me es tan ajeno como las fiestas populares de la antigua Macedonia. Llevo sentada en un banco cerca de una puerta de embarque, esperando un avión –que no se sabe si saldrá hoy, mañana o nunca– unas cuantas horas. La voz de megafonía afirma con rotundidad que estamos en el aeropuerto Josep Tarradellas. Como si no lo supiéramos.

Fantaseo con esa voz de megafonía: la voz dice «bienvenidos a Marte». «Bienvenidos a la antesala de la quinta dimensión». «Bienvenidos al resto de sus vidas». «Bienvenidos a este lugar absurdo donde comprarán colonia tres euros más barata que en las tiendas de fuera y bocadillos cinco euros más caros que en ningún sitio». Pasan familias con muchos niños. Las familias tienen invariablemente un aire cansado y desorientado. Azafatas y pilotos. Los uniformes de todos, cada vez más ajados, más desgastados. Hombres en pantalón corto, algunos demasiado corto, como si fueran a correr una maratón. En un aeropuerto hay que resignarse a no saber; en mi caso, hace tiempo que me he resignado a no saber fuera del aeropuerto también.

 

«Bienvenidos a este lugar absurdo donde comprarán colonia tres euros más barata que en las tiendas de fuera y bocadillos cinco euros más caros que en ningún sitio»

 

Cuando estaba facturando, una pareja de austriacos de unos setenta años, recién salidos de una película de Ulrich Seidl, delante de mí, le estaba gritando a la empleada de la compañía aérea. Hablaban de derechos, de injusticia, de denuncias con una indignación y una soberbia patéticas. La empleada intentaba mantener la calma. Ellos seguían erre que erre. Le pedían el nombre a la empleada como si ella tuviera la culpa de los noventa euros extra que tenían que pagar. Como si ella se los fuera a quedar para correrse una juerga con las otras empleadas. La empleada finalmente tuvo que llamar a seguridad y los austriacos se fueron en el momento en que ella llamó a seguridad, gritando todavía mientras se alejaban.

Intento mostrar mi solidaridad con la empleada, pero está demasiado afectada por lo que le acaba de pasar. Dice que es cada vez más frecuente. Que la insultan, gritan. Que la semana pasada la escupieron. Que ella nunca creyó que su trabajo iba a consistir en apretar los dientes. Que a los empleados hombres no les pasa. O no les pasa tanto. Que cuando gente como los austriacos se encuentra con un empleado no se atreven a montarle el número. Llegan dos agentes de seguridad y me miran como si me fueran a arrestar. «No –les dice la empleada–, no es esta chica, era una pareja que se acaba de ir». Le doy las gracias calurosamente por llamarme chica. Cuando he pasado por el control de equipaje de mano, he visto un bichito negro en las bandejas de plástico donde pones el ordenador y las llaves de casa. En esas bandejas blancas se esconden todas las ironías de nuestro mundo. Mejor dicho, todos los sarcasmos. Y más bacterias de las que podemos nombrar.

Ahora dicen que en cuarenta y cinco minutos nos dirán algo, que el vuelo que regresaba de no sé dónde ha sufrido retrasos debido a una fuerte y repentina tormenta eléctrica.

Una niña pasa corriendo delante de mí seguida de un cachorrito desbocado que sólo la ve a ella mientras esquiva las maletas con ruedas.

«Corre, Tristán, corre», dice. Sí, Tristán, corre, aléjate de aquí con tu ama, vete lejos de este lugar lleno de desesperación, corre.

 

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