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Bolsonaro y el descreimiento de la democracia

Hasta el mismo día de las votaciones, Bolsonaro estuvo agitando la idea de "robo electoral", una manera de deslegitimar cualquier alternativa a él.

¿Cuál es la amenaza suprema, última para la democracia? Los votantes de Brasil se han visto sometidos a esta pregunta durante las elecciones presidenciales que concluyeron el domingo. “La corrupción”, respondieron algunos para alejarse del condenado Lula y escoger a Bolsonaro. “La difusión de falsedades”, entonaron otros para hacer lo contrario. “Las ideologías extremas”, corearon muchos, para rechazar solo la que consideraban como el extremo más alejado del propio. “La polarización”, sugirió un puñado de ellos para explorar terceras alternativas sin opción realista en la primera vuelta y acabar aceptando lo que consideraron mal menor en la segunda. Pero desde las primeras horas posteriores a la confirmación de la victoria de Lula una sombra distinta se posó sobre las instituciones brasileñas. Una que dista de ser nueva para la campaña, para el país, para el continente o para el mundo entero. Emergía del silencio: el que mantenía el presidente en funciones ante su derrota. Conforme sus contornos se volvían nítidos, el mundo expectante recordaba que la mayor amenaza para la democracia es la desconfianza.

El politólogo Adam Przeworski apadrinó una definición clásica de democracia que es tan poderosa como elegante, y es ambas cosas por su sencillez: hay democracia cuando quien detenta el poder puede perderlo. Eso significa que esté dispuesto a ello y que el proceso posibilite una alternativa. El proceso brasileño lleva desde la transición de los ochenta construyendo la posibilidad de alternancia en el poder. Ha habido gobiernos de varios colores. Tiene un legislativo plural. No es una democracia perfecta pero sin duda cumple la condición mínima przeworskiana. Y sin embargo Jair Bolsonaro decidió alimentar durante toda la campaña las dudas sobre la misma. Porque precisamente así funciona el desconocimiento: el no acatamiento necesita de la pátina de legitimidad que le otorga la desconfianza. El “nos van a robar las elecciones” que enarbolaron dos presidentes americanos en los últimos dos años: Trump primero, Bolsonaro después.

Llegados a este punto, que nadie caiga en la tentación de asimilar esta estrategia con la derecha: ejemplos de la otra orilla no han faltado en la América Latina del siglo XXI. Los movimientos de AMLO, Chávez, Correa o Evo (y sus múltiples herencias) se apoyaron en ella en algún momento u otro de su ascenso, caída y vuelta al poder. Gustavo Petro, recién victorioso, mantuvo viva la llama de la desconfianza durante toda su carrera hasta la Casa de Nariño. De hecho, en las recientes elecciones de Colombia se vivió la breve pero arriesgada pantomima de tener a izquierda y derecha azuzando descreimiento a la vez, lo que sugería un esquizofrénico (y por ello inviable) robo electoral doble.

“Free”, “credible”, “fair” son adjetivos que se han repetido de manera literal o sinonímica en las felicitaciones a Lula desde EEUU, la UE, Francia, España, Canadá, los vecinos latinoamericanos. Esta presión retórica es un intento exterior de reatornillar a Bolsonaro, o al menos a sus aliados, en la confianza al proceso democrático. Pero, como volver a meter pasta de dientes en el tubo del que acaba de salir, reconstruir esta confianza por completo es imposible. Siempre hay un nivel más de duda al que acudir. Es la lógica circular de la conspiración. Cuando a Bolsonaro se le razonaba sobre por qué el proceso electoral brasileño estaba diseñado mecánicamente para reducir las probabilidades de fraude, dirigía su cuestionamiento hacia un objetivo inmediatamente anterior o paralelo: los sistemas de votación; la observación internacional; las encuestas; el acarreo de votos en buses (que de hecho sirvió como excusa para inusitados controles policiales en zonas lulistas el día de la elección). No hay autoridad posible, no hay credibilidad, fuera del círculo de confianza definido por el líder.

Y sus argumentos son especialmente poderosos cuando se anclan en los otros fantasmas percibidos como fatales: el retrato del rival como un extremo ideológico que acabará y corromperá el propio país cimenta tanto la sospecha como la legitimación de las propias acciones, incluyendo las que pueden incluir el uso de la fuerza. Los golpes en el siglo XXI (incluso los cocinados a fuego lento como el de Bukele, el de Chávez o el de Ortega) casi siempre se han dado bajo el argumento de “defender la democracia, maestro” como el coronel Plazas Vega le respondió a un periodista mientras ardía el Palacio de Justicia colombiano en 1985 para liberarlo de una toma guerrillera: las democracias ya solo se consumen en su supuesta defensa.

 

 

 

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