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Villasmil: El Efecto Rashomon

Exploring 'The Rashomon Effect' through Akira Kurosawa

 

Todo arrancó en el cine, con una de sus grandes obras maestras, Rashōmon, del japonés Akira Kurosawa, filmada en 1950 – basada en un cuento escrito por Ryunosuke Akutagawa-, en la cual se nos muestra un crimen y la descripción que del mismo dan diversas personas presentes. Por cierto, Rashōmon es el nombre de la puerta principal de entrada a la ciudad de Kioto (el sitio donde transcurre la historia).

«Rashōmon” fue la primera película japonesa en ganar el Gran Premio del Festival de Cine de Venecia, así como ganó el Oscar a Mejor Película en Lengua Extranjera.

La película narra la muerte de un samurái y la violación de su esposa en el Japón del siglo XII. Los testigos son cuatro: un bandido, un samurai, su esposa, y un leñador. Dan detalles del crimen, pero con divergencias -incluso contradicciones- obvias.  ¿Las ideas centrales? Los testimonios de testigos de un hecho determinado usualmente no son confiables, ya que la naturaleza de la realidad y la memoria es inevitablemente subjetiva. Las apreciaciones que se tengan sobre un hecho ocurrido irremediablemente variarán.

Cada uno de esos relatos sobre lo sucedido se presenta como una «historia dentro de la historia», lo que acentúa su aparente realismo, sin presentar al final ninguna versión como verdadera, porque en realidad los hechos siempre se explican en función del contexto, antecedentes y condicionantes de cada individuo.

El enfoque de Kurosawa tuvo una influencia cinemática y cultural remarcable, ya que esta película hizo llegar al cine y a la televisión un modelo de narración sorprendente y muy diferente de los que se habían visto con anterioridad.

Algunos ejemplos de películas que han utilizado el efecto Rashomon son Cautivos del mal (Vincente Minnelli, 1952), Los sospechosos habituales (“The Usual Suspects, Bryan Singer, 1995), Fight Club (David Fincher, 1999), Gosford Park (Robert Altman, 2001), Tape (Richard Linklater, 2001), Hero (Zhang Yimou, 2002) y Perdida (“Gone Girl”, David Fincher, 2014).

Inevitable conclusión: debido al Efecto Rashomon todos podemos ser narradores poco confiables, porque lo que subjetivamente percibimos a través de los sentidos a veces lo queremos ofrecer como una verdad absoluta.

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Podríamos preguntarnos: ¿Es acaso pura teoría psicológica al servicio de guionistas inteligentes? ¿Visiones que sirven para alimentar historias del cine y la TV?

No. El Efecto Rashomon, con su subjetividad inevitable, también se manipula y abusa  con fines criminales.

No puedo dejar de recordar lo que desde hace muchos años ha ocurrido -y que por desgracia continúa ocurriendo- en varios de nuestros sufridos países latinoamericanos; especialmente casos que siguen sucediendo con escandalosa frecuencia en Colombia, Venezuela, Cuba o El Salvador; en México destaca todavía el horror de los 43 estudiantes de la Escuela Rural Normal de Ayotzinapa, que hace ocho años desaparecieron en la ciudad mexicana de Iguala, en el estado de Guerrero, y jamás se supo de ellos. Es evidente que “desde arriba” se ha tratado de obstaculizar la investigación, que las autoridades responsables quieren permanecer en la sombra; que “la verdad” que se quiere imponer es pura subjetividad criminal. Que las versiones que cuentan las autoridades policiales no es lo que en realidad ocurrió.

¿Y qué decir de las cínicas respuestas que en ocasiones se han dado para justificar las acciones llenas de violencia, abuso y violación de derechos de la guerrilla colombiana, y de las dictaduras cubana, venezolana y nicaragüense?

Por desgracia, en nuestros países la palabra “autoridad” ha sido frecuentemente sinónimo de abuso, de violencia, de crimen. Y cuando se trata de buscar la verdad, narrar los hechos, contar lo sucedido y por ende pedir justicia, lo que muchas veces se obtiene es una especie de Efecto Rashomon lleno de manipulación, horrorosamente endemoniado.

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El Efecto Rashomon asimismo nos debe poner en alerta máxima contra la voluntad, frecuente en tiranos, autócratas y mesías populistas, de querer hacer pasar lo que es meramente su opinión como una verdad absoluta, como un hecho incontrastable. Porque  un autócrata es sencillamente un personaje inevitablemente adicto a su mentira.

Pero hay otra situación realmente preocupante.

El efecto Rashomon está presente asimismo en el corazón de los grandes debates políticos y científicos, así como en muchos desacuerdos del día a día. El peligro allí es que sea más fuerte el deseo de imponer una determinada verdad, que la capacidad para empáticamente acercarse a la memoria y la vivencia del otro. De manera paradójicason los grandes expertos quienes más tienden a absolutizar los hechos.

Hoy en día hasta los individuos supuestamente más racionales – y estos nunca lo reconocerán – construyen sus opiniones con base fundamentalmente a su momento emocional. La opinión está matando los hechos. Y solo tiene real existencia aquello que confirma mis creencias y prejuicios.

Y es que el fenómeno viene acompañado de falta de empatía, del relativismo valorativo y cultural, de teorías conspirativas, de diversas formas actuales de autoritarismo (populismo, nacionalismo negativo, comunismo, wokismo) que manipulan la realidad para imponer su mera voluntad de poder.

Finalicemos, no obstante, con una visión optimista: si bien se sigue usando el Efecto Rashomon para encender discusiones, generar controversias y para imponer agendas autoritarias, también puede utilizarse para entender y respetar la humana diversidad de criterios y poner en un contexto humanista la necesaria confrontación de nuestras diferencias.

Lo que interesa entonces remarcar en estos tiempos de “fake news”, “deepfakes”, y mentiras de todo tipo a lo largo y ancho de las sociedades, especialmente entre las clases dirigentes, es algo que en diversas ocasiones destacó con mucho énfasis Hannah Arendt: hay que tener siempre clara la diferencia entre hechos y opiniones.

Y por mucho que se insista, la mera opinión es eso, lo que yo desde mi libertad expresiva considero que quiero decir sobre un hecho. Pero jamás podré -sin recurrir a algún tipo de agresión- tratar de imponer mi opinión como una verdad absoluta, como un hecho irrefutable.

Cuál es el real objetivo que busco al dar una visión interesadamente subjetiva, que puede ser tergiversadora de los hechos, define el valor de mi opinión.

Allí radica la diferencia entre una postura autocrática y violenta, y una visión humanista, realmente respetuosa de la moral y la ética.

 

 

 

 

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