Carlos Malamud – Pedro Castillo: ¿víctima o verdugo?
A la vista de los acontecimientos de los últimos años, no está claro que unos nuevos comicios sean la mejor solución para la crisis política en Perú
Carlos Malamud: Catedrático emérito de la UNED e investigador principal para América Latina del Real Instituto Elcano
Si el 7 de diciembre pasado el Congreso peruano hubiera cesado (vacado) al presidente Pedro Castillo por “incapacidad moral permanente”, algo que no es totalmente seguro que hubiera pasado, automáticamente se hubiera convertido en la víctima de un sistema corrupto e ineficiente. De este modo, hubiera suscitado miles de declaraciones de respaldo y solidaridad tanto dentro como fuera del Perú. Y ya se sabe lo mucho que renta el victimismo en política.
Sin embargo, Castillo prefirió inmolarse, no se sabe a nombre de qué causa superior o irredenta, y así optó por dar (darse) un autogolpe que probablemente y a medio plazo lo termine convirtiendo en un cadáver político. Pese a estar aislado y sin prácticamente apoyos de ningún tipo decidió afrontar la quijotesca acción de disolver al Congreso y convocar una Asamblea constituyente encargada de redactar una nueva Constitución. Dadas las características de su discurso, éste podía entrever la aparición de un período conflictivo y de marcada incertidumbre, pero en su lugar nada o casi nada pasó.
Los militares y policías le dieron rápidamente la espalda y permanecieron en sus cuarteles y comisarías. En Lima, la capital, la indiferencia de la gente fue la nota dominante, e incluso en el sur andino, donde Castillo tenía el mayor respaldo, las calles no se vieron inicialmente afectadas por masivas movilizaciones de apoyo a un presidente que teóricamente hablaba en defensa de sus intereses. La prensa condenó la violación de la Constitución y las elites que desde el inicio de su mandato le dieron la espalda, cuando no lo atacaron directa y duramente, clamaron artificiosamente por el retorno a la democracia.
El Parlamento, hasta entonces dividido sobre la oportunidad de cesar o no al presidente, adquirió un perfil extrañamente unánime a primera hora de la tarde del mismo día. A esas horas fue autoconvocado para destituir a Castillo, tras desoír su mandato disolutivo. Pese a la naturaleza de su jugada, ésta no permitió olvidar el profundo descrédito en que se mueven los diputados, cuya valoración popular es incluso peor que la del presidente.
En Perú no existe la reelección de los parlamentarios. Una medida teóricamente elaborada para reducir la corrupción se ha convertido en una palanca para aumentar exponencialmente la ineficiencia parlamentaria. La mayor parte de los legisladores no son los mejor preparados, sino los que están allí para medrar, aunque sea solo durante cinco años. Más que defender el interés general, su principal preocupación es cuidar su sustancioso sustento.
Como apuntó Martín Tanaka, hasta ahora el gobierno se había mantenido en el poder “a cambio de prebendas o negociaciones particularistas, cuyos costos para el país son cada vez más grandes y notorios”. De este modo, y en las últimas décadas, el Perú se ha dotado de un peculiar sistema político, donde el Poder Legislativo tiene un poder desmedido y su capacidad de chantajear al Ejecutivo es amplia, invocando la posibilidad de “vacar” al presidente o no dar la confianza a los miembros de su gabinete.
Al mismo tiempo, el presidente podía amenazar con disolver el Congreso impulsando mociones de confianza. De esa manera se entra en un juego perverso, donde conviven todos los defectos del presidencialismo con todos los males del sistema parlamentario.
Pese al dramatismo del momento, los mecanismos sucesorios funcionaron con una cierta normalidad y la vicepresidenta Dina Boluarte se hizo cargo de la jefatura del Estado. Sus primeras declaraciones intentaron tranquilizar a una opinión pública bastante alterada por lo ocurrido y el prolongado período de inestabilidad que se había vivido en los últimos 18 meses.
En pocos días hizo público su gabinete, con igual número de hombres y mujeres, y de un perfil centrado y mayoritariamente tecnocrático. Salvo algún caso aislado, los nuevos ministros llegaban al cargo libres de acusaciones de corrupción, manejos políticos turbios o algún otro delito que pudiera enturbiar su gestión.
Son muchos los que en este momento piensan en unas elecciones anticipadas como el mejor mecanismo para salir de la profunda crisis política en que está sumido el país. A la vista de lo ocurrido en los años recientes, con un sistema de partidos prácticamente inexistente, con constantes denuncias de corrupción que afectan tanto a políticos como a jueces y empresarios, con parlamentos altamente fragmentados y presidentes incapacitados de ejercer de forma responsable sus mandatos por el fuego cruzado que reciben de cualquier reducto de poder, no está claro que unos nuevos comicios sean la mejor solución.
Téngase en cuenta que estos vicios seguirán afectando al nuevo Congreso y al nuevo presidente, con independencia de su filiación política. Dará igual si son de izquierdas o de derechas, los problemas de ingobernabilidad seguirán siendo los mismos. Por eso, dado el actual momento de interinidad, la ocasión se presta para que el gobierno de Boluarte impulse una profunda reforma del sistema político y electoral antes de convocar a nuevas elecciones.