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Isabel Coixet: Esa pantalla de luz

Son muchas las películas que hablan de la experiencia de ser espectador, de qué se siente en una sala de cine al ver un filme, de cómo ese estar ahí en la sala oscura, sin parpadear, en comunión con la pantalla y con otros seres humanos nos marca, nos moldea, nos hace sentir emociones exacerbadas. De cómo esa mezcla de luz y mentira se nos antoja más verdad que la verdadera vida, llámese esta como se llame.

 

 

El paradigma de todas ellas sería la incombustible Cinema Paradiso, de Giuseppe Tornatore, una cinta que ha conseguido que, con tan sólo escuchar unos acordes de la música de Morricone, se nos afloje el lagrimal. Ahora llega una serie de películas que relatan las experiencias de sus directores en las salas de cine donde crecieron: The Fabelmans, de Steven Spielberg, o Armageddon time,  de James Gray, que cita claramente a Los 400 golpes, de Truffaut, y a la más directamente centrada en una sala de cine Empire of light (‘Imperio de luz’), de Sam Mendes.

El cine nos ha servido de pantalla para vernos reflejados y para escapar de aquello en lo que podíamos habernos convertido

Veo con simpatía todas estas películas que, con otros colores, en otros universos, pintan infancias, en el fondo, no tan diferentes de la mía. El cine ha marcado a muchas generaciones de cineastas y de espectadores. Nos ha servido de pantalla para vernos reflejados y para escapar de aquello en lo que podíamos habernos convertido. Hemos aprendido a amar, a besar, a perdonar, a observarnos a nosotros mismos y a los que nos rodean. Hemos aprendido historia, geografía, maneras en la mesa, recetas de cocina, sociología, música, arquitectura, propaganda. El cine es un arma poderosa que ha creado mitos sublimando la mitología (Espartaco) o romantizando falacias peligrosas (la prostituta ingenua y feliz de Pretty woman). El cine ha banalizado en miles de ocasiones las violencias cotidianas (todas esas bofetadas que desde John Wayne a Elvis Presley han recibido personajes de mujer que se resistían a obedecer las reglas) y también ha creado el caldo de cultivo de la fascinación que sentimos por los asesinos en serie cultivados (El silencio de los corderos).

 

 

El cine también ha mitificado a sus autores: la figura del director de cine. Desde Cecil B. DeMille y Erich von Stroheim, pasando por Hitchcock, Truffaut, Fellini, Sorrentino, hasta recalar en el personaje de Bardo, de Alejandro González Iñárritu, han creado un personaje intocable: generalmente un hombre atormentado por los fantasmas de su pasado, seductor, angustiado, inconstante, ansioso, atractivo y distante, lleno de dudas, pero en última instancia resolutivo y capaz. Una figura de opereta fuertemente incrustada en el imaginario colectivo. Muchas veces me he preguntado si todos estos mitos creados por el cine, que he absorbido como una esponja desde mi más tierna infancia, me han servido para algo. Supongo que sí: me han dado combustible para rebelarme, para cuestionar las cosas, para sacudirlas, para decir «hasta aquí hemos llegado». La nostalgia y la melancolía están muy bien mientras no sean una cortina de humo que nos impida actuar contra las cosas que ni estaban bien antes ni lo están ahora ni lo estarán nunca. Aunque la banda sonora sea bellísima.

 

 

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