Arturo Pérez-Reverte: La sombra de las hienas
Es curioso cómo, en un mismo lugar y al mismo tiempo, puede observarse lo peor y lo mejor de la condición humana. Eso, a poco que nos fijemos, sucede en todas partes. Y si uno practica de vez en cuando el interesante ejercicio de dejar quieto el dedito y olvidar un rato la pantalla del teléfono móvil, alzando la vista para dirigir en torno una ojeada tranquila, la vida y la gente que la transita se muestran de nuevo reales, en carne y hueso. Dándole tal vez, a quien observa, lecciones que en este mundo absurdo en el que nos han metido como ratones en la ratonera –o nos metemos voluntarios, pues nadie te obliga a morder el queso– cada vez parecen quedar más lejos.
Me ocurrió el otro día. Estaba viendo con los hijos de unos amigos El rey león en el teatro Lope de Vega de Madrid, y en la fila de delante había una chica joven de edad extrañamente indefinida, entre los dieciséis y los veintipocos años. Había algo en ella, que llamaba la atención. Llevaba gafas y media melena, y a la luz de las candilejas, o como se llame ahora lo que ilumina el escenario –confío en que se siga llamando así, porque candilejas es deliciosamente añejo–, yo podía ver su perfil, absorto en las aventuras del pequeño león protagonista. La chica estaba pendiente de las escenas de una manera ávida, con extrema atención, como si lo que allí ocurría no fuese un relato imaginado sino algo en lo que se sentía implicada. Como si ella misma estuviese ahí arriba.
En las escenas más tenebrosas se sobresaltaba y gemía «no, no, no» como si estuvieran a punto de arrancarle la vida
Me fijé mejor. No soy experto en analizar conductas, pero me pareció la suya una inusual emotividad. Casi infantil, todo el rato. Términos como autismo, asperger o alguna clase de percepción del entorno diferente a la habitual me pasaron por la cabeza. No podría determinarlo, pues no llegué a ninguna conclusión final. Pero el comportamiento de aquella chica era singular. En las escenas más tenebrosas de la obra, cuando el malvado Scar hace de las suyas o cuando las sombras y siluetas de las hienas entenebrecen el escenario, ella se sobresaltaba y gemía «no, no, no» como si estuvieran a punto de arrancarle la vida. Sufría visiblemente, angustiada, y a veces se volvía hacia sus acompañantes –un hombre y una mujer de cabello gris, seguramente sus abuelos– como para refugiarse en ellos o rogarles que impidiesen la tragedia que se desarrollaba ante sus ojos.
En otras ocasiones, sin embargo, en las escenas felices o cómicas protagonizadas por Rafiki, Timón y Pumba, la chica se relajaba, desenvuelta, satisfecha. Reía y miraba alrededor como si invitase a cuantos la rodeábamos a compartir la felicidad que sentía. Lo hacía en voz alta con una risa espontánea y unos suspiros prolongados de alivio que sonaban felices, entrañables. Una risa tan inocente y conmovedora que te esponjaba el corazón.
Lamentablemente, la mayor parte de quienes ocupaban las butacas contiguas lo sentían de otra manera. Menudeaban los «chist, chist», los «vale ya» y los «a ver si nos callamos de una vez». Individuos de ambos sexos que durante toda la función habían estado sacando el móvil para incomodarnos con el resplandor de la pantalla dirigían a la chica miradas airadas cada vez que ésta gemía o reía. Algunos eran desagradables; hostiles, incluso. Y no faltaban quienes dirigían sus reproches a los acompañantes de la chica, cual si los hicieran responsables por no taparle la boca. Pensé que debía de ser un mal trago para los abuelos, llevar con toda ilusión a su nieta al teatro y encontrarse con la incomprensión y el malhumor de unos idiotas.
Había una excepción notable, encantadora. En mi fila de butacas, a mi derecha, una joven atractiva y un muchacho alto y bien parecido, sentados juntos, sonreían amables cuando oían reír a la chica extraña, y dirigían miradas reprobadoras a los gruñones aguafiestas que se quejaban de ella. Y al acabar la función, cuando tras los aplausos se encendieron las luces de sala, y los protestones volvieron a sus teléfonos móviles y se fueron con sus niños a hacer puñetas, y la chica, tras aplaudir con viveza feliz miraba a sus abuelos con los ojos empañados de lágrimas, la joven que había estado sentada a mi lado, puesta en pie e inclinada sobre los respaldos de las butacas, se acercó a la chica, diciéndole: «Es una obra estupenda, ¿verdad?… También a mí me ha gustado mucho». Y la abuela, que al verla dirigirse a su nieta se había puesto en guardia, temiendo tal vez alguna impertinencia, se quedó sorprendida y quieta, mirándola fijamente. Y después, poniéndole una mano sobre el brazo, murmuró un «gracias» emocionado.
Salí de aquel teatro con una sonrisa que aún no se desvanece del todo. Al fin y al cabo, pensé, el mundo es tal como nosotros lo hacemos.