Síndrome de Mark Zuckerberg
Estar en Sillicon Valley y administrar una empresa leyendo libros de management, no remplaza la experiencia, la humildad y el aprendizaje macerados en años de trabajo. Foto: Tomada de Internet
El mundo sería otro si Profundidad, Complejidad y Paciencia fuesen las hadas posmodernas más socorridas en estos tiempos, o corrijo: si en los años 80 y 90 los padres hubiesen invocado a estas tres virtudes para que tocaran a los recién nacidos de entonces con su varita mágica.
Pero precisamente la falta de estas tres cualidades empujan a una fantasía fastuosa de éxito emprendedor a los jóvenes de cierto segmento socioeconómico –porque no todos, como siempre la pobreza es la excepción y la insolente exhibicionista de las patologías sociales; ha de ser porque en un entorno de sobrevivencia la realidad siempre será más rabiosa y más real que cuanta experiencia de realidad virtual maraville a los cada vez más asombrados usuarios de la tecnología.
Ya me enredé pero ahora me desenredo: hay una pandemia de Startups entre universitarios y no universitarios que están convencidos de tener una idea disruptiva y nunca antes concebida con la que cambiarán su mundo: no el mundo, el suyo. Para quien no lo sepa, una startup es una compañía emergente que recurre a aceleradoras que invierten dinero en dicha compañía para que, rápidamente, pueda ejecutar su idea brillante y convertirla en un producto o servicio imprescindible y, de preferencia, masivo. Es el caso de Uber, Spotify, AirBnB, Netflix y un largo etcétera.
Silicon Valley en San Francisco es el lugar sagrado de los desarrolladores y emprendedores que quieren conquistar al universo con la creación de algún software, aplicación o sorprendente invento tecnológico.
Es innegable que ganamos mucho incentivando la creatividad y la iniciativa; creo que reconocer y validar la ambición es tan sano como reconocer y nombrar cualquier registro de las emociones y deseos humanos. Pero hay algo que salta y que me hace mirar el fenómeno por una rendijita que muestra cierto matiz, cierta fragilidad que me pone a pensar.
Me refiero a los ciclos. Lo poderoso de los ciclos es que dependen entera y únicamente del tiempo y que, cada vez que nos empeñamos en alterarlos o manipularlos, la cagamos en grande.
Recientemente me entrevisté con cuatro líderes de proyectos startup y noté en ellos algo que se me ocurrió llamar el Síndrome de Mark Zuckerberg, debido a la socorrida referencia: vamos a crear el Facebook de la comida rápida o esto será la plataforma Facebook del periodismo colectivo, imagínate un Facebook del turismo…
También aparecieron esporádicas alusiones del tipo seremos el Twitter de la ciencia o el Netflix de los documentales caseros pero, sin duda, Facebook era el gran referente.
Son creativos, inquietos, dispuestos a arriesgarse y muy ambiciosos: sus proyecciones se concentran en cuántos millones de dólares ganarán anualmente una vez que su empresa esté en marcha. Y cuando valga muchísimo, van a venderla.
Otro rasgo común: tienen prisa, mucha prisa. Deben dar el campanazo en el próximo trimestre, romper el internet y asombrar con su lanzamiento dentro de cuatro o seis meses. Hablar del año próximo ya es penoso y es ir muy lento.
Todos son el CEO (Chief Executive Officer), es decir el jefe máximo y estratega de su empresa conformada por dos o cuatro miembros y están convencidos de que son mejores dirigiendo a su “equipo de trabajo”, que cualquier oficinista que lleva veinte años haciendo lo suyo y pasando las de Caín para solventar la vida laboral al frente de cientos de empleados.
Se admiran a sí mismos y nada podrá detenerlos. Y aunque es refrescante percibir el empuje y la visión de conquistadores del mundo, también es notoria la falta de equilibrio porque del otro lado, está precisamente el mundo desbordante de elementos que no se pueden prever ni controlar por más súper dotados que estos chicos sean. Y, sobre todo, está la falta de experiencia que parece ser tan poco valorada en el gremio.
Por eso hablaba de lo delicado de alterar los ciclos: poner a un cachorro de líder de manada es igual de antinatural que ver a personas de cincuenta años aferradas a una conducta adolescente. Hay algo perturbador, algo que causa ternura y también hay un puntito doloroso al contemplarlo porque se puede prever el chingadazo de realidad que regresará a la osada cría a su lugar hasta que comprenda que le faltan kilos, fuerza, peleas, cicatrices y tiempo para que esos afilados, pero frágiles dientes de cachorro se conviertan en una dentadura fuerte y completa.
Incluso a Facebook le tomó 11 años llegar a ser lo que es y la prisa startupera empuja a los más entusiastas a desear la colonización universal en un semestre.
También se les olvida el factor accidente, el elemento no planeado, las variables circunstanciales. Yo creo que Facebook le ocurrió a Mark Zuckerberg casi como algo fortuito, y que el boom del uso de Internet como pasatiempo y de los smartphones explotó al margen de Zuckerberg y por eso la red social hizo metástasis.
Estar en Sillicon Valley y administrar una empresa leyendo libros de management no remplaza la experiencia, la humildad y el aprendizaje macerados en años de trabajo. Hacerse millonario antes de cumplir treinta años debe ser la gran cosa, pero también un gran despojo de sí mismo. Todos esos cantantes reventados, desarraigados de su Yo a una edad imposible de manejar, no son muy diferentes de los jovensísimos corredores de bolsa o los atletas que fueron explotados desde niños hasta romperles la psique, y dejarlos tocados en su estructura mental y emocional. Por la rendija veo el mismo riesgo para estos súper emprendedores que se alimentan de suplementos vitamínicos para no perder tiempo comiendo y trabajan 72 horas continuas pues hay mucho código que desarrollar, y muchas versiones beta que probar antes de soltar sus tropas de tecnología trasatlántica y dominar el orbe.
Ya. Ya sé que el mundo es el que es. Pero es que yo no me resigno a que el hubiera no existe, ¿por qué habría de resignarme?
Si hubiera más profundidad, más complejidad y más paciencia.
@AlmaDeliaMC