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Las agallas de la escritora

La carta que la escritora Lidia Chukovskaia le dirigió a Mijaíl Shólojov, Nobel de literatura, por su silencio ante la condena a dos autores perseguidos de la era soviética, es una lectura necesaria para cualquiera, sobre todo para políticos y escritores.

Lidia Chukovskaia: crónica de una persecución | Revista Hincapie

Lidia Chukovskaia

 

Andréi Siniavski y Yuli Daniel fueron dos escritores moscovitas de la era soviética. En vista de los obstáculos que les imponía la censura para publicar, comenzaron a enviar sus obras al extranjero bajo los seudónimos de Abram Terz y Nikolái Arzhak. Un buen día de septiembre de 1965 les cayó encima la larga mano de la injusticia comunista. Estuvieron cinco meses presos hasta que en febrero de 1966 los condenaron a trabajos forzados en Siberia durante siete y cinco años, respectivamente.

Gran parte del mundo había seguido el caso con indignación, pues incluso las izquierdas de varios tonos consideraban que la Unión Soviética saldría mejor parada si exculpaba a este par de escritores. Existía otra parte de roja obediencia que esperaba el veredicto, para aplaudirlo, fuera cual fuera.

El juicio fue un montaje de vaga apariencia legal, aplicando leyes que poco tienen que ver con los derechos humanos. Dado que no existía el delito de publicar obras de ficción en el extranjero empleando seudónimos, fueron acusados de tratar de “socavar, debilitar y empañar el poder comunista y soviético”.

En su defensa, Siniavski dijo algo que mucha gente parece olvidar incluso hoy. En la nota de prensa de la época podemos leer: “En su última intervención de setentaicinco minutos, Siniavski defendió los derechos de los escritores a expresar opiniones no convencionales a través de los personajes literarios”.

Aunque Solzhenitsin aún no publicaba su Archipiélago Gúlag ni Shalámov sus Relatos de Kolimá, Siniavski y Daniel ya sabían lo que les esperaba, sobre todo a través de Memorias de la casa muerta, de Dostoyevski, La isla de Sajalín, de Chéjov, tal vez Un mundo aparte, de Gustaw Herling-Grudziński y, por supuesto, Un día en la vida de Iván Denísovich, del propio Solzhenitsyn.

Entre el mes de septiembre que los arrestaron y el de febrero en que los condenaron, ocurrió algo: los candidatos fuertes para el Premio Nobel de Literatura eran Mijaíl Shólojov y Ana Ajmátova. Los académicos, siempre con tendencia al error, se lo otorgaron a Shólojov.

A Pásternak no le habían permitido viajar a Suecia, pero Shólojov era un acariciado del sistema. El mundo de la literatura supuso que, desde Estocolmo, Shólojov haría un llamado por la libertad de sus colegas presos, pero eligió cerrar el pico y ahogarse en egolatría. Varios detalles sobre su estancia en Estocolmo y muchos asuntos de la vida de Shólojov pueden leerse en Stalin’s scribe, de Brian J. Boech, incluyendo la polémica sobre la autenticidad o plagio de El Don apacible.

Shólojov eligió hablar después de la condena solo para bañarse más en lodo. El recién galardonado nobel dio un discurso en el que criticaba la mano blanda del jurado y sugería la pena de muerte para Siniavski y Daniel. Criticaba la pedantería de los jueces, diciendo que un castigo no se debía aplicar según las leyes, sino de acuerdo con “un sentido revolucionario de justicia”. Pura nostalgia estaliniana.

Lo mejor que salió de todo este asunto fue una carta que la escritora Lidia Chukovskaia dirigió a Shólojov. Es un texto rebosante de dignidad, valor y belleza, lectura necesaria para cualquiera, sobre todo para políticos y escritores.

Chukovskaia le menciona que los años de 1917 a 1922 estuvieron cargados de heroísmo, pero que el orden destruido no se había sustituido por otro, por lo que campeaba la injusticia. Ahora, luego de cincuenta años, la Unión Soviética era un país de leyes. Le pregunta a Shólojov por qué quiere volver a los días del “sentido de la justicia”. Le advierte que se le pasó la mano. “Dices que tribunal que los hubiese juzgado, no por los artículos del código criminal, sino enteramente libre de ellos, en caliente y con simpleza, habría dictado un castigo más severo, y tú estarías más contento.”

Y entonces cita las palabras textuales de Shólojov: “Si a estos pillos de negras consciencias los hubieran arrestado en los grandiosos años veinte, cuando los juicios no se hacían por artículos bien definidos del código criminal, sino guiados por un sentido revolucionario de la justicia, oh, el castigo impuesto a este par de chaqueteros hubiese sido muy diferente.”

Chukovskaia le señala a Shólojov que él mismo se ha excomulgado de la tradición de escritores que dan la cara por otros escritores. “Es lo que nos enseña la literatura rusa a través de sus mejores representantes. Es la tradición que tú violaste al vociferar que la condena no fue suficientemente severa.”

Luego Chukovskaia pone en pocas palabras el significado de la gran literatura. “Los libros de los grandes escritores rusos enseñan a la gente, no con simplezas, sino profunda y sutilmente, un mundo social y sicológico de muchas facetas en el que se indagan las complejas fuentes de los errores humanos, las transgresiones, el crimen y el pecado. En esta emoción yace, por sobre todo, la importancia humana de la literatura rusa.”

Y mezclando la dualidad humana y literaria que debe estar presente en todo escritor, escribió Chukovskaia: “Tú, Mijaíl Alexandrovich, has traicionado de nuevo el deber del escritor, cuya obligación siempre y en todo lugar es dilucidar, hacer conscientes a todos sobre las múltiples interpretaciones y contradicciones que se manifiestan en la literatura y la historia, y no hacer juegos de palabras, de manera maliciosa, para ocultar o sobresimplificar los hechos”.

Acaba Chukovskaia diciendo que rechaza la sentencia del tribunal, pues por muchas leyes que los jueces hayan invocado, el mero hecho de haber arrestado y juzgado a Siniavski y Daniel era ilegal. “Porque los libros, bellas letras, cuentos, novelas, historias, palabras, débiles o fuertes, geniales o mediocres, no son asunto de ningún tribunal civil o militar”.

Los dos amigos, Daniel y Siniavski, cumplieron sus años en la prisión y fueron liberados. Daniel moriría en Moscú en 1988, sin enterarse de que Lech Wałęsa acabaría por echar abajo los apolillados muros soviéticos. Siniavski sobrevivió más allá y alcanzó a leer un reporte en el que las autoridades rusas lo “rehabilitaban”, tras aceptar que no había cometido delito alguno.

Lidia Chukovskaia vivió el antes, durante y después del comunismo. En 1990 recibió el premio Andréi Sájarov al Valor Civil de los Escritores, un premio que, tal cual, reconoció las agallas de Lidia, o, en términos rulfianos, por tener los riñones de este tamaño, y que se otorgó anualmente hasta el 2007, cuando Putin lo mandó al diablo porque al señor le incomodan los escritores valientes.

El mejor homenaje para Lidia Chukovskaia es leer su novela Sofía Petrovna. Ella tuvo que esperar cincuenta años para verla publicada en su patria. Quizás recordando los juicios a sus colegas escritores, escribió un comentario al final de la obra cuando al fin apareció. “Sólo hay un tribunal al que quiero ofrecer mi novela: el de mis compatriotas, jóvenes y viejos, esos que vivieron lo mismo que me aconteció a mí y a esa mujer tan distinta a mí, a quien elegí como heroína de mi narración, Sofía Petrovna, una de tantas miles que vi a mi alrededor.” ~

 

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