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Armando Durán / Laberintos: 31 años después del 4 de febrero (3 de 3)

EN ESTE ENLACE ESTÁ LA SEGUNDA PARTE DE ESTE TRABAJO (Y EL ENLACE A LA PRIMERA):

Armando Durán / Laberintos: 31 años después del 4 de febrero (2 de 3)

 

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   Después del sobresalto histórico del 11 de abril de 2002, Hugo Chávez escenificó, crucifijo de buen cristiano en la mano, un público pero simulado acto de contrición. Trampa caza bobos cuya finalidad, armada a punta de engaños y promesas falsas, era simplemente abrir un paréntesis para recuperar el aliento, minimizar el impacto de su derrocamiento y eludir las posibles consecuencias de aquella sublevación cívico-militar. Desde aquel momento y con ese único propósito, cada vez que el régimen se siente a un paso de la muerte, convoca de inmediato a todas las fuerzas políticas del país a un gran diálogo nacional que, en sus muy diversas versiones y localizaciones geográficas no ha cesado de repetirse, empleando siempre el mismo y mentiroso argumento de que hablando se entiende la gente. En realidad, simple maniobra táctica para darle y mantener con vida la ilusión de que era y sigue siendo perfectamente factible encontrarle una salida pacífica a la permanente crisis institucional y política que desde hace 20 años sufre Venezuela.

   Gracias a esta maniobra, pocos meses después de la restauración de Chávez en la Presidencia de Venezuela, en acto de masas celebrado en la céntrica plaza caraqueña de El Silencio, Diosdado Cabello, hombre de su máxima confianza, pudo advertirle a los venezolanos de cuál era la verdadera intención política de régimen, con una amenaza escabrosa: “Democracia sí, elecciones no”, muy parecida a la advertencia con que Fidel Castro le planteó a los cubanos una interrogante igualmente escandalosa: “¿Elecciones para qué?” Mensajes cuyo verdadero y único sentido, democracia socialista o democracia burguesa, abrieron en Venezuela un debate que todavía le sirve a Nicolás Maduro y compañía para seguir distrayendo a la sociedad civil con la mentira de la conciliación política y el factible desenlace electoral de una crisis que es necesario superar para evitar la indeseable alternativa de la violencia oficial y la dictadura.

   De este modo, Chávez por aquellos días y Maduro ahora, han contado con la lealtad de unas fuerzas armadas purgadas a fondo tras los sucesos del 11 de abril, con el interés de la comunidad internacional de neutralizar el estallido de un conflicto armado en un importante país productor de petróleo y la complicidad de buena parte de quienes se decían sus opositores políticos, que siempre lo han apostado todo a un diálogo en verdad imposible con el chavismo dominante como si esa fuera la única alternativa eficaz para enfrentar a un régimen que al cabo de los años ha demostrado ,que jamás aceptaría a reconocer las obligaciones más básicas de la legalidad democrática y sencillamente ha aspirado a borrar de la geografía venezolana todo vestigio de representatividad democrática. Última expresión de lo que a fin de cuentas es colaboracionismo oportunista y cómplice, resuelto a tragarse lo que haya que tragar para no ser expulsados del todo del campo de juego político, son las elecciones primarias convocadas esta semana por los dirigentes de esa presunta oposición para seleccionar el próximo mes de octubre a un candidato unitario que compita “democráticamente” con un Maduro que, como Chávez, ha demostrado hasta la saciedad que no está dispuesto a dejar el poder por las buenas ni por las manos.

   Al iniciarse el año 2003, Chávez tuvo que enfrentar el desafío que le presentaba la constitución del nuevo régimen, que incluía entre sus normas la posibilidad de revocar, mediante la celebración de un referéndum popular, el mandato de cualquier funcionario a mitad del período para el que fue elegido, siempre y cuando una proporción considerable de electores se lo solicitaran formalmente al Consejo Nacional Electoral. De esa prueba dependía la suerte política de Chávez y del régimen que trataba de imponerle a los venezolanos, pero según todas las encuestas, de celebrarse ese referéndum revocatorio en la fecha constitucionalmente prevista, agosto del año en curso, Chávez lo perdería. Solo que ninguna de esas encuestas tomaban en cuenta el respaldo que le daban a Chávez tres figuras de muchísimo peso político en las dos Américas, el expresidente estadounidense Jimmy Carter, el expresidente colombiano y a la sazón secretario general de la OEA, César Gaviria, y Fidel Castro, el más astuto estratega político de la historia continental. Gracias a ellos, y al colaboracionismo de sus adversarios políticos, logró Chávez demorar 12 meses la fecha de ese evento electoral, alterar los procedimientos técnicos con la intención de invalidar millones de firmas recogidas para activar la norma constitucional del referéndum y obligar a recogerlas de nuevo, ahora incorporando a la solicitudes la identidad de los solicitantes, exigencia que ponía a los electores a merced de todos los abusos posibles del poder político, como en efecto ocurrió, y modificar la Constitución para transformar el referéndum tal como lo establecía su artículo 72 en una elección ordinaria entre Chávez y sus opositores. Gracias a esta compleja manipulación de la realidad, avalada por el dúo Carter-Gaviria, por una comunidad internacional temerosa de que la confrontación política derivara en una situación de violencia fuera de control que inevitablemente generaría un riesgo de grandes proporciones en todo el subcontinente latinoamericano y la complicidad activa de las fuerzas políticas y sociales agrupadas en la alianza opositora de la entonces llamada Coordinadora Democrática, Chávez, que llevaba meses de tensión suprema deshojando la margarita de aceptar o rechazar de plano referéndum,  a mediados del año 2004 se sintió finalmente seguro de que saldría airoso de la votación y el 3 de junio, en cadena de radio y televisión, sostuvo que en Venezuela “se respira una gran victoria popular. Se impone el sentir de las mayorías. Aquí no habrá dictadura, ni guerra civil, ni intervención internacional, porque está abierto el camino de la democracia nueva, participativa y protagónica.”

   Sospechar siquiera que con esta declaración Chávez renunciaba a su propósito de gobernar a Venezuela despóticamente y despojaba al gobierno de su carácter esencialmente autocrático constituía un error. Aunque solo fuera porque la formación profesional de Chávez dejó en su personalidad la marca imborrable del ordeno y mando cuartelario, él jamás se apartaría de su condición de gobernante unidimensional. Renunciar verbalmente a la revolución socialista con que había amenazado a los venezolanos nada tenía que ver con su indeclinable determinación a gobernar como le diera la gana. No en balde por esos días Diosdado Cabello, de nuevo en papel de chavista irreductible, se puso como ejemplo de la intolerancia por venir al declarar que “yo soy demócrata, pero si tengo que ser arbitrario, voy a serlo.”

   Es decir, digo en la última página de mi libro Venezuela en llamas, publicado en la colección Debate de la editorial Random House Mondadori pocas semanas antes del 15 de agosto de 2004, día en que Chávez se alzó con la victoria en el referéndum revocatorio y con selló la aventura que había iniciado 11 años antes, el 4 de febrero de 1992, al intentar tomar el poder por asalto, que si bien con esas palabras Chávez ponía de relieve que su revolución “bolivariana” entraba en temprano ocaso, el gran tema nacional ya no seguiría siendo la disyuntiva entre democracia socialista o democracia burguesa, sino la conservación del poder a secas, como sea. Con el agravante de que a partir de ese momento Venezuela estaría “más desmantelada, más empobrecida, más dividida, mucho más amenazada por el enigma de un futuro que, al margen de las expectativas personales y colectivas, es definitivamente incierto e inestable.”

   A 31 años del funesto 4 de febrero, eso, y nada más que eso, es lo que tenemos.

 

 

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