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Tan poca huella como su perro

Para Chéjov, el "poshlost", que se traduce como banalidad o vulgaridad, mataba el alma. Muchas veces se ocupó de personajes que buscaban en cambio la belleza, la genialidad, el sentido de la vida.

Chéjov tiene un cuento titulado “El profesor de ruso”. Ahí aparece un personaje llamado Hipolit Hipolítich, que solo sabe pronunciar lugares comunes. Cuando alguien lo saluda y comenta que el día es maravilloso, él responde: “Sí, hace un tiempo estupendo. Estamos en mayo y pronto llegará el verdadero verano. Y el verano no es lo mismo que el invierno. En invierno hay que encender las estufas, mientras que en verano hace calor sin necesidad de encender nada. En verano abres la ventana por la noche y aun así hace calor, mientras que en invierno se ponen marcos dobles y aun así hace frío”.

Como algunas madres a las que se les pregunta qué edad tiene su hijo. “Tiene cinco años, y va para seis.” O, cada vez que alguien se trepa a una escalera para cambiar el foco: “No te vayas a caer”.

En el clímax de su sabiduría, Hipolit Hipolítich da una disertación cuando le sugieren que se case: “El matrimonio es un paso muy serio. Hay que tener en cuenta todos los aspectos, sopesar todas las consecuencias; no puede uno casarse así. La prudencia nunca está de más, especialmente en el caso del matrimonio, cuando el hombre deja de ser soltero e inicia una nueva vida”.

Se cree un iluminado al decir: “El hombre no puede vivir sin comida” o al señalarle a un recién casado que: “Hasta el día de hoy ha sido usted soltero y ha vivido solo; ahora está usted casado y debe vivir en pareja”.

Cuando está al borde de la muerte, ni sus delirios lo sacan del lugar común: “El Volga desemboca en el mar Caspio… Los caballos comen avena y heno”.

A Boris Pilniak le gustó una de estas frases para título de novela. En 1930, publicó la novela El Volga desemboca en el mar Caspio. En 1938, Stalin lo mandó fusilar.

Quizá Hipolit Hipolítich se parezca mucho a los conversadores comunes y corrientes. “A mí me gusta la carne término medio”, sentencian algunos como si hubiesen alcanzado la cúspide del “conócete a ti mismo”.

El otro protagonista de “El profesor de ruso” había llegado al pueblo para hacerse ahí de un futuro. Pronto se da cuenta de que no solo Hipolit Hipolítich estaba construido de lugares comunes, también su propia vida, su matrimonio, su rutina. “No hay nada más terrible, ofensivo y mortificante que la trivialidad. ¡Tengo que escapar a alguna parte, tengo que escapar hoy mismo o me volveré loco!”

“Trivialidad” también se traduce como “vulgaridad”. En ruso es пошлость o poshlost, una de esas palabras intraducibles. Si se desea entenderla mejor, habría que leer Almas muertas y observar bien a Chíchikov.

Para Chéjov el poshlost era algo que mataba el alma. Muchas veces se ocupó de personajes que buscaban algún alimento para el espíritu, buscaban la belleza, la genialidad, el entusiasmo, el sentido de la vida, pero la guerra contra la banalidad es complicada, una lucha de uno contra muchos, y por lo general vencían los muchos.

También es cierto que banalidad, vulgaridad, trivialidad exigen una dosis de talento, no solo esfuerzo, para huir de ellas. ¿De qué sirve el esmero de un guitarrista con dedos torpes? ¿En dónde paran las emociones de un poeta sin brujería? ¿Adónde vuela el espíritu de un coleccionista que adquiere mazacotes con los que hace negocio su galerista? ¿Y qué hay de esos supuestos artistas que crean los mazacotes y esperan que un retórico adorne sus obras con frases banalmente existenciales?

En otro cuento, Chéjov hace que un personaje compare el talento con la convicción: “El talento es un elemento de fuerza, un vendaval, capaz de triturar hasta las piedras, y no admite comparación con una tontería como es la convicción”. Y cuán peligrosa es la convicción sin talento.

Así, en el cuento “El talento”, Chéjov nos muestra a tres jóvenes entusiastas y convencidos de que serán artistas, y remata con lapidarias palabras que sirven de alarma para todo aquel que se inscriba a un taller literario. “Los tres amigos, como lobos enjaulados, recorren a grandes pasos la habitación. Hablan sin parar, con sinceridad y animación. Los tres están excitados e inspirados. Escuchándoles se sentiría uno inclinado a creer que tienen entre las manos el porvenir, la celebridad y el dinero. A ninguno de ellos se le ocurre pensar que el tiempo pasa, que la vida se acorta cada día y se acerca a su final, que ya han comido mucho pan ajeno, y su obra todavía es nula. Los tres son víctimas de la implacable ley por la que entre centenares de principiantes que ofrecen esperanzas, solo dos o tres alcanzan la suerte, mientras los restantes quedan fuera de sorteo, pereciendo después de haber servido únicamente de carne de cañón.”

Al estilo del protagonista de “Bienvenido, Bob”, de Onetti, que vive engreído y lleno de osados planes durante su juventud, pero que se vuelve un náufrago de la existencia para cuando alcanza los treinta años. Entonces hay que buscarle excusas a la insignificancia porque no hay escapatoria.

Los enemigos del talento se hallan a veces en la familia. Así lo presenta Chéjov en “El monje negro”. Un hombre tiene arranques creativos acompañados de inofensivas alucinaciones en las que dialoga con un monje. La familia, más ocupada de eliminar las alucinaciones que de fomentar el talento, le aplica un tratamiento médico, y al hombre se le marchita la genialidad. Ya arruinado, grita con rabia: “¡Por suerte para Buda, Mahoma o Shakespeare no tuvieron familiares bondadosos y médicos que les curaran de su éxtasis e inspiración! Si Mahoma hubiera tomado bromuro de potasio para curar sus nervios, hubiera trabajado sólo dos horas al día y hubiera bebido leche, ese hombre notable habría dejado tan poca huella como su perro. Los doctores y los familiares bondadosos terminarán por conseguir que la humanidad se embote, la mediocridad pase por genialidad y la civilización perezca”.

Hay que preguntarse si Chéjov quería hablar solo de su personaje o si jugaba al vidente con eso de la humanidad embotada, la mediocridad que pasa por genialidad y la muerte de la civilización.

Cuando Chéjov sintió que le venía la muerte, se dirigió a Alemania, en busca de un balneario y de médicos que le prolongaran la vida. Pero antes de que muriera su cuerpo, le mataron el alma. “No puedo acostumbrarme a esta tranquilidad alemana. En ningún sitio hay una gota de talento, por ningún lado se ve una gota de buen gusto. No hay una sola alemana que vista bien; me desconsuela su falta de gusto.”

Su muerte fue vulgar, de tuberculoso. Ochentaitrés años después, Raymond Carver se la convirtió en una belleza. ~

 

 

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