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Armando Durán / Laberintos: ¿Violencia opositora o colaboracionismo?

   Se trata, por supuesto, de un falso dilema. Lo promueven, cogiditos de la mano, los partidos políticos del antiguo régimen, muy desmantelados tras las divisiones irremediables de Acción Democrática y COPEI durante los años noventa del siglo pasado y desesperados a muerte por temor a ser expulsados definitivamente del terrero de juego, y el régimen, primero de la mano de Hugo Chávez y ahora de la de Nicolás Maduro. Ambos bandos, desde hace 20 años, empeñados tercamente en cerrarle a la sociedad civil venezolana cualquier válvula de escape que no sea negociada entre las partes y así impedir que se repita la amenaza que representó la abstención opositora en las elecciones regionales de 2005.

   Como toda buena historia policiaca, esta etapa de la historia nacional también comenzó con un crimen, cuando dos pesos pesados de la vida política continental, el expresidente colombiano César Gaviria, a la sazón secretario general de la  OEA, y Jimmy Carter, amable expresidente de Estados Unidos dispuesto a mediar en cualquier conflicto internacional, se entregaron de lleno a la tarea de servirle a Chávez y a la frustrada dirigencia opositora una mesa donde negociar un acuerdo más o menos salomónico que les permitiera conservar los privilegios y beneficios que les proporcionaba el hecho de ser la élite política del país sin necesidad de matarse entre ellos y ser socios en una empresa de intereses muy cercanos y beneficios compartidos.

   Con ese propósito se instaló la tristemente recordada Mesa de Negociación y Acuerdos, cuyo único y perverso fruto fue la aceptación por parte de Chávez de jugarse teóricamente su futuro en las urnas electorales del referéndum revocatorio de su mandato constitucional y a cambio de poder  manipular la organización del evento, la conversión en plebiscito de lo que la constitución nacional identificaba como referéndum y la fabricación de sus resultados. De aquel turbio entendimiento  salieron fortalecidos por igual el régimen y la alianza de los partidos políticos y organizaciones civiles agrupados en la llamada Coordinadora Democrática, y la fórmula se hizo habitual, que a pesar de la causa de la crisis sin remedio que devasta al país, y de las múltiples traiciones de que han sido víctimas los venezolanos, ha servido, no para facilitar una transición pacífica del país hacia la democracia, sino el auténtico infierno político y social actual.

   El sinuoso argumento empleado por los voceros de los dirigentes de esos partidos supuestamente opositores ha sido el mismo a lo largo de los años: ellos son políticos, saben perfectamente bien lo que hacen y por eso prefieren el diálogo a la violencia, sencilla razón existencial por la que rechazan con inquebrantable porfía la adopción de posiciones rupturistas, ya que ese camino lo único que consigue es darle una buena excusa al régimen para apretar los tornillos de su aparato represivo y exterminar al adversario. De ahí que las derrotas sufridas en abril y diciembre de 2002  con la rebelión cívico militar y el llamado paro petrolero, los haga aferrarse desde entonces al humillante menú de opciones que les ofrece el régimen mientras no vuelvan a caer en la tentación de a desenterrar el hacha de la guerra ni perturbar el desarrollo del juego político electoral, aunque las reglas que lo condicionar poco o nada tengan que ver con los valores no transables de una sistema democrático.

   El desenlace de esta maniobra lo protagonizó Manuel Rosales, entonces y hoy gobernador del estado Zulia, cuando como candidato unitario de la oposición en las elecciones presidenciales de diciembre de 2006, ante una multitud de desconcertados partidarios, reconoció tranquilamente la victoria de Chávez incluso antes de que el CNE diera a conocer los resultados finales de la votación. Sin la menor duda, confirmación tan irrefutable de lo que a fin de cuentas significa participar mansamente en las justas electorales diseñadas y ejecutadas por el régimen, que seis años después, cuando los dirigentes de la llamada oposición decidieron participar una vez más en las elecciones previstas para 2012, se escucharon voces, cada vez más frecuentes y fuertes, que cuestionaban el mecanismo y denunciaban de colaboracionistas a los jefes de la alianza opositora, ahora llamada Mesa de Unidad Democrática, quienes desde aquel momento crucial, como comienzan a hacer ahora,  plantearon que quien no estuviera de acuerdo con retomar el sendero de la buena conducta pública para restituir por las buenas el orden democrático, que agarrara su fusil y se fuera al monte para enfrentar a Chávez con las armas. Es decir, que quien se negara a caer en la trampa caza bobos de las elecciones amañadas por las autoridades electorales del régimen, era automáticamente expulsado del reino, en este caso, de la MUD.

     Desde ese modo, para el gobierno y para la oposición oficializada por el régimen quedaron claros los límites. Quien los cruzara, sencillamente se auto descalificaba, porque rechazar los acuerdos electorales de la MUD con el régimen equivalía a patrocinar una oposición violenta y, por lo tanto, política y legalmente inaceptable. Tres desmovilizaciones de la indignada sociedad civil terminarían de armar el rompecabezas del colaboracionismo con el régimen: el llamado a la calma ciudadana cuando Nicolás Maduro se negó a aceptar el recuento de los votos emitidos en la elección presidencial celebrada el 14 abril de 2013 para elegir al sucesor del fallecido Hugo Chavez; cuando al año siguiente las protestas populares convocadas por tres dirigentes de la oposición que exigían la “salida” de Maduro, María Corina Machado, Leopoldo López y Antonio Ledezma, fueron sofocadas con brutal eficiencia por las fuerzas represivas del régimen y la tercera, en 2017, cuando todas las fuerzas de oposición, incluyendo a las más “dialogantes” con el régimen, ante la negativa del gobierno a convocar las elecciones regionales previstas para ese año, se declararon en rebeldía civil y tomaron las calles de Venezuela durante cuatro meses, con un saldo de centenares de muertos y miles de heridos y encarcelados. Hasta que finalmente las autoridades electorales accedieron a realizar esas elecciones y los de siempre volvieron a sentarse con representantes del gobierno, como si aquí no hubiera pasado nada. Absolutamente nada.

   No obstante, sí que pasaron cosas. Tantas, que Maduro se presentó en mayo de 2019 a una elección presidencial adelantada y sin candidato opositor válido para asegurar su reelección, que Juan Guaidó desafiara al régimen enarbolando la bandera de la usurpación para deslegitimar la reelección a todas luces fraudulenta de Maduro, decisión que recibió el respaldo de la inmensa mayoría de las democracias existentes en el mundo, que de inmediato desconocieron a Maduro como presidente legítimo de Venezuela, y el régimen, de pronto, se encontró a un paso del abismo.

   Ya sabemos lo que pasó después. Guaidó dio marcha atrás y su interinato perdió hasta su más mínima razón de ser. La oposición y los gobiernos de Estados Unidos, de América Latina y Europa recogieron velas y Venezuela, con el respaldo de un mundo agobiado por la insuficiencia manifiesta de las fuerzas de la llamada oposición venezolana para estar a la altura de las circunstancias y por los efectos generados por la guerra rusa en Ucrania, de nuevo avanza, lentamente, pero sin otro obstáculo que la ostensible indiferencia ciudadana, a unas elecciones cuyo principal resultado, la relegitimación del régimen, es harto conocido.

   Esta es la dura realidad de Venezuela el día de hoy y nada parece que vaya substancialmente a modificarse en los próximos meses. Mientras tanto, comienzan a asomar la cabeza los mismos francotiradores encargados de falsificar los términos de la ecuación política venezolana invocando el falso dilema de que quien se oponga a la elección que promueven el régimen y la misma alianza colaboracionista de la oposición, que ahora llaman Plataforma Democrática, promueve la aparición de una política de violencia opositora. Mentira grosera a la que debemos salirle al paso, porque entre esos dos extremos inadmisibles del colaboracionismo y la violencia opositora, la gama de grises es infinita, pacífica, política y legítima, sin que tenga nada que ver con la habitual simulación electoral, sino todo lo contrario.

 

 

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