Carmen Posadas: Kate
Me encanta Kate Middleton. Creo que esa fábrica de sueños (y de pesadillas) que es la familia real británica tiene mucha suerte de que sea su actual princesa de Gales y –si el sueño no se tuerce del todo– también su futura reina. Se cuenta que, cuando Guillermo y ella anunciaron su intención de casarse, The Firm (que es como de puertas adentro se autodenomina esta milenaria institución) les aconsejó que convivieran durante una temporada antes de pasar por el altar. El tiempo suficiente para que Kate pudiese conocer y sopesar exactamente cuál iba a ser su vida de ahí en adelante. Porque, a diferencia de la creencia popular, ser princesa no es un cuento de hadas. No solo porque algunos príncipes azules destiñen al primer lavado. También por lo que realmente conlleva convertirse en protagonista de ese tipo de cuento. Verbigracia, someterse a una etiqueta rígida y no pocas veces absurda que prohíbe, por ejemplo, pintarse las uñas de rojo o cruzar las piernas cuando una se sienta.
Ser princesa no es un cuento de hadas. Y no solo porque algunos príncipes azules destiñen al primer lavado
En cuanto a las tareas que ha de desarrollar como miembro de la familia, las obligaciones incluyen aburrirse como una ostra en larguísimas y soporíferas ceremonias; tomar parte en actividades cuanto más fotografiables mejor: hoy, una carrera de sacos; mañana, tiro de jabalina; pasado, un poco de hula hoop o practicar el saludo kiwi frotando narices con un maorí. Todo esto acompañado de sonrisa indesmayable, naturalmente, como indesmayable ha de ser también la sonrisa cuando toque capear los cada vez más frecuentes temporales mediáticos a los que se ve sometida The Firm. Ayer fueron los escándalos del príncipe Andrés; hoy a ver qué disgusto nos da Harry llorando sus penas de pobre niño rico; o tener que enfrentarse al bulo de la semana, el último, la ‘noticia’ de que Guillermo había pasado el Día de San Valentín junto con su amante.
Con este panorama, y sabiendo que hoy los cuentos de princesas se parecen más a Historias para no dormir, no es de extrañar que ciertas consortes hayan querido darse de baja. Una como Meghan Markle lo hizo marchándose a miles de kilómetros y monetizando su espantada. Otras, como Charlene de Mónaco y alguna que otra más, siguen ahí, pero haciendo ver que aquello les espanta y escaqueándose de sus obligaciones siempre que pueden. No, no es ninguna bicoca ser princesa, sobre todo en tiempos como los nuestros, en los que nadie aguanta un pelo y en los que responsabilidad o sentido del deber son conceptos anticuados y latosísimos.
Por eso me gusta Kate. Porque sabe que en la vida, y como dicen los gringos, you can’t have your cake and eat it too. O, dicho en cristiano, no se puede tenerlo todo, el oro, el moro, la chancha y los cinco reales. Sabe también que nada es gratis, ni siquiera en las situaciones que parecen más privilegiadas. Y sabe, por tanto, que la vida que ha elegido entraña estar sometida a escrutinio, a dimes, diretes, rumores, calumnias y a una pérdida casi total de libertad. Una vida, además, sobre la que siempre planeará alargada la sombra de su predecesora, una de las figuras más queridas y carismáticas de los últimos tiempos. Una mujer que, sin embargo, y a diferencia de Kate, utilizó –con razón o no– su enorme popularidad para hacer ver al mundo lo desgraciada que era y lo mucho que había sufrido como princesa de Gales.
Yo no sé si un día Kate se cansará de esta vida y seguirá los pasos de Diana y ahora de Harry y Meghan y como ellos se vengará aireando trapos sucios de los Windsor. Pero estoy por apostar que, incluso si su matrimonio fracasara, no lo hará. Cuentan que, cuando Lady Di reveló en su famosa entrevista en la BBC el infierno que era su vida culpando de ello a su marido y al resto de la familia real, Guillermo, que era poco más que un niño, le preguntó: «¿Nunca pensaste en mí, mamá, y en lo que seré algún día?». A mi modo de ver, esta es la diferencia entre una persona responsable y con sentido del deber y quien carece de él. La primera piensa en sí misma y en lo malos que han sido con ella; la segunda traga saliva y piensa en sus hijos.