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Gumpert: Inteligencia artificial: ¿oportunidad o maldición?

¿SABEN aquel dicho de que «un arquitecto es alguien que no es lo suficientemente macho como para ser ingeniero ni suficientemente maricón como para ser decorador de interiores»? Durante el doctorado, a los que nos dedicábamos a temas de filosofía teórica (lógica, teoría del conocimiento, ontología, metafísica) nos divertía picar a los que trabajaban la filosofía práctica (antropología, ética, política, estética, etcétera). «Quien estudia filosofía política es aquel que no es lo suficientemente inteligente como para hacer filosofía pura, ni lo suficientemente ególatra y atontado como para estudiar ciencias políticas«. Eran bromas sin maldad: quienes entienden en profundidad en qué consiste la filosofía son conscientes de que no pueden dominar sólo un área en específico sin acabar diciendo barbaridades o chorradas sin sentido.

Un ejemplo de esto lo encontramos en los debates sobre la inteligencia artificial (IA), los entusiasmos y tirrias que genera, la mayoría sin saber realmente dónde radica el quid de la cuestión. Los neoluditas se rasgan las vestiduras por los puestos de trabajo que podrían perderse; sus críticos les recuerdan que esto ha sucedido con cada nueva tecnología que se ha desarrollado a lo largo de la historia. Estos últimos llevan razón, pero parecen olvidar la crítica a la razón instrumental de Horkheimer. Este filósofo nos recordó que la misma herramienta puede ser empleada para bien o para mal: la energía nuclear puede destruir el mundo en cuestión de minutos, o proporcionarnos energía limpia y barata. Es el hombre el que elige, no la máquina.

Por supuesto están quienes creen que el peligro radica en que la máquina se independice del hombre, que llegue a ser un supra-ser que nos domine a todos. No puedo dejar de reír con estos planteamientos: existe un campo de estudio multidisciplinar que intenta resolver (sin éxito) el problema conocido como mente-cerebro. Consiste en tratar de entender cómo es posible que de un objeto material (el cerebro) pueda surgir algo inmaterial que lo sobrepasa (la mente). La mente no sólo conoce, sino que sabe que conoce, pues tiene conciencia de sí. La mente cae en la cuenta. Por eso sabe hacer chistes o busca la trascendencia. En esta conciencia de sí recae el hecho de que digamos que somos libres. Esto es radicalmente distinto al famoso ‘machine deep learning’ que tanto asusta, y del que es imposible que salga una autoconciencia con (mala) voluntad.

El verdadero problema parece, sin embargo, relegado al olvido en ocasiones. Las IA registran y codifican las ingentes cantidades de datos que lanzamos a internet a diario. Nos tienen escaneados de cabo a rabo. Hay IA’s que saben si alguien está deprimido en función del contenido que sube a Instagram. Se orquestan campañas electorales en función de estos datos. Los mismos dispositivos móviles se usan para controlar a la ciudadanía, sin que ésta lo sepa. Les recomiendo encarecidamente leer ‘Privacidad es poder’, de Carissa Vélez. Ahí descubrirán en dónde radica el verdadero peligro de un mal uso de la IA. Ése sí que da pavor. Mucho.

 

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