CINELANDIAS: ‘Río Rojo’, retrato de un John Wayne bestial, viril, portentoso
En esta película, la más fordiana de las películas no dirigidas por John Ford, Howard Hawks logra la exaltación de unos tipos humanos irrepetibles, rebosantes de pasiones ancestrales, de la mano de un colosal John Wayne y el contrapeso de su antípoda, Montgomery Clift, en su primer papel importante. Una forma de vida extinta que, sin embargo, nos sigue interpelando misteriosamente.
Escribir sobre Río Rojo (Howard Hawks, 1948) significa escribir sobre John Wayne. Porque Wayne no representa tan sólo la encarnación prototípica del héroe del western, sino la encarnación mucho más elemental y difícil del hombre viril, o del hombre a secas. Esta es la razón por la que, tantos años después de su muerte, John Wayne sigue tan presente en el imaginario colectivo; y la razón por la que todos los intentos de execración de su figura han caído en saco roto. No ha habido ni habrá ningún actor en el mundo con ese don; y a quien no le guste John Wayne haría bien en hacérselo mirar por el médico, porque sin duda su aborrecimiento encubre alguna tara vergonzante. John Wayne es un pedazo de tío ante el cual no cabe sino la admiración rendida; y, además, es un actorazo como la copa de un pino, en contra de lo que los pichaflojas de sus detractores han divulgado.
En Río Rojo Wayne está bestial y humanísimo; esto es, portentoso. Cuentan que el socarrón de John Ford, después de ver esta grandiosa película de Howard Hawks (1896-1977), exclamó: «¡Si resulta que el hijo de la gran puta sabe actuar!». Pero Ford lo sabía perfectamente, por eso recurrió a él siempre que pudo; y siempre que recurrió a él, sus películas se convirtieron en obras maestras, porque Wayne era la proyección ideal –canónica– del universo fordiano. En Río Rojo, la más fordiana de todas las películas no dirigidas por Ford, vuelve a demostrarlo: su composición del vaquero Thomas Dunson –despótico y despiadado, pero a la vez noble y poseído de un sentido natural de la justicia– desborda la pantalla desde el primer fotograma; y, a medida que la película avanza hacia su desenlace, adquiere una envergadura mitológica que hace grandes, incluso, a los actores que le dan la réplica: así le ocurre, por ejemplo, a Montgomery Clift (algo así como el antípoda de Wayne), que aquí se estrena en un papel importante.
Es posible que, entre los westerns que dirigió el versátil Hawks (tal vez el director que haya completado más películas sobresalientes en los géneros más dispares), Río Bravo (1958) sea el más acabado y brillante, el más equilibrado en su dosificación dramática, pero en Río Rojo resplandecen las virtudes clásicas del género con una fuerza primigenia que, fuera de este título, sólo descubrimos en Ford: el aliento épico liberado de artificios, la celebración del paisaje, la exaltación de unos tipos humanos irrepetibles, rebosantes de pasiones ancestrales. Se trata, además, de una película –rodada, en gran medida, en campo abierto– que hoy puede contemplarse casi como un documental sobre una forma de vida extinta que, sin embargo, nos sigue interpelando misteriosamente: la vida de los pioneros que fundaron el folclore americano.
«Cuando John Ford vio a John Wayne en ‘Río Rojo’, exclamó: ‘¡Si resulta que el hijo de la gran puta sabe actuar!’. Pero Ford lo sabía perfectamente, por eso recurrió a él siempre que pudo»
Río Rojo nos narra la historia de amistad y rivalidad del ganadero Thomas Dunson, un ranchero que ha logrado fundar un imperio ganadero en Texas, y Matthew Garth (Montgomery Clift), un joven al que acogió en la infancia, después de que sus padres fueran asesinados por los indios, hasta convertirlo casi en su hijo putativo. Los sacrificios que Dunson ha sobrellevado para hacer realidad su sueño han sido innumerables (empezando por la renuncia a la mujer que amaba); pero cuando al fin sus reses se cuentan por millares, descubre que no tiene quién se las compre. Decide entonces emprender su traslado hasta Missouri, donde espera venderlas a un precio razonable, a despecho de los peligros que se agazapan en el camino, nunca antes explorado; pero sus vaqueros no tardan en rebelarse, molestos ante la acritud de su carácter y las muchas privaciones que les impone. Mientras Garth se mantiene fiel a Dunson, la rebelión de los vaqueros se aquieta, pese a que las provisiones escasean; pero cuando Garth se sume a los descontentos, abogando por conducir el ganado hasta Abilene, el conflicto soterrado estalla. Sólo la intervención providencial de una mujer fuerte, Tess Millay (Joanne Dru), logrará la reconciliación entre los protagonistas.
Una partitura jubilosa de Dimitri Tiomkin y unos secundarios en estado de gracia (con un Walter Brennan insuperable y desdentado, en pugna con el indio Yowlachie, que le ha ganado la dentadura postiza jugando a las cartas) ponen su contrapunto a la pareja protagonista, añadiendo pinceladas trágicas (Harry Carey Jr. aplastado por la estampida de las reses) y humorísticas a una historia arrebatadamente épica que destila autenticidad por los cuatro costados. Y en la que siempre relumbra, tiránico o magnánimo, risueño o iracundo, John Wayne, como un héroe de la Ilíada.