CINELANDIAS: ‘Mulholland Drive’: la atmósfera de una aberración sexual reprimida
En esta intrigante y demente película, la más distintiva y cuajada de David Lynch, lo que realmente importa es la atmósfera envolvente (o más bien mefítica) de turbiedad que envuelve todas y cada una de sus secuencias, marcando el apogeo de su onírico y desquiciado universo.
Con Mulholland Drive (2001), el onírico y desquiciado universo de David Lynch (n. 1946) alcanza su apogeo, en una suerte de gloriosa combustión, para inmediatamente ingresar en pasadizos de sombra de los que ya nunca ha retornado. Resulta interesante seguir el hilo a la filmografía lynchiana, sostenida sobre una tensión entre contrarios durante muchos años: como si Lynch, para contener o controlar los demonios oscuros que asoman en películas tan tortuosas como Cabeza borradora, Terciopelo azul o Carretera perdida necesitase el contrapeso periódico de películas de factura más clásica o aquietada, como El hombre elefante o Una historia verdadera; y como si, al romperse ese juego, su mundo interior hubiese entrado en una suerte de acelerada putrescencia, sin más destino que la inanidad o el abismo. Así le ha ocurrido a Lynch después de Mulholland Drive, que ya sólo ha rodado un largometraje (el árido y asfixiante Inland Empire), para después languidecer en diversas empresas creativas de chichinabo.
Tal vez a Lynch le haya ocurrido que su arriesgado merodeo del infierno acabó socarrándolo y calcinando su originalidad. En Mullholand Drive logra su película más distintiva y cuajada (en reñida competencia con Terciopelo azul) y tal vez su más sincero (por mendaz, pues en el arte de Lynch hay siempre algo de pacotilla rebuscada y superferolítica) testamento artístico. La película fue en un principio concebida como un episodio piloto para una serie que anhelaba reverdecer los laureles cosechados por Twin Peaks; pero la propuesta no convenció a los prebostes televisivos, que la vieron demasiado enrevesada y escabrosa. Durante un par de años, Mulholand Drive se quedó arrumbada en el desván de los proyectos imposibles, mientras su director urdía un desenlace que diese una explicación plausible al hormiguero de pistas y despistes que había desperdigado en su trama. Cuando por fin halló la financiación necesaria, Lynch se lanzó a rodar ese desenlace, tal vez un poco insatisfactorio si lo comparamos con la inquietud por momentos acongojante que alcanza la película en su tramo principal; pero, como bien se sabe, la exposición de un misterio es mucho más sugestiva que su resolución, por lo general mecánica.
No vamos a explicar aquí la trama de Mulholland Drive, que pretende recrear los mecanismos defensivos del sueño frente a la conciencia de culpa. Para ello, Lynch echa mano de la parafernalia freudiana, con sarcasmo muy propio del posmoderno que se ríe hasta de su madre, creando una obra de textura surreal, donde los pasajes ininteligibles o en exceso alambicados se combinan con otros más accesibles; pero lo que importa en esta obra, más que la interpretación puntillosa de cada símbolo escondido, más que la recomposición de la historia a la luz de las revelaciones postreras, es la atmósfera envolvente (o más bien mefítica) de turbiedad que envuelve todas y cada una de sus secuencias, impregnándolas de un olor corrompido, como de cadáver en formol o aberración sexual reprimida.
La película se quedó arrumbada en el desván de los proyectos imposibles, mientras su director urdía un desenlace que diese una explicación plausible al hormiguero de pistas y despistes que había desperdigado
La música de Angelo Badalamenti, casi desde la primera secuencia, nos sumerge en un clima acongojante y nocturnal; y enseguida se desenvolverá ante nuestros ojos una historia que empieza siendo tan sólo intrigante, para hacerse después bizantina, rocambolesca, tétrica, nefanda y, ya por último, demente, a medida que se suman a la trama nuevos ingredientes confundidores.
Y esta progresión, que no es rectilínea, sino más bien espiral, logra crear un clima crecientemente pesadillesco que al principio seduce al espectador, para terminar asediándolo y hostigándolo casi; de tal modo que, cuando llega la explicación (o vislumbre explicativo) del desenlace, todo cobra retrospectivamente una mágica congruencia. Por supuesto, Mulholland Drive abunda en agujeros negros, inconsecuencias y callejones sin salida; pero tales taras veniales no hacen sino aumentar su atractivo.
Hay momentos en Mulholland Drive en que el espanto se coagula en la pantalla (pienso, por ejemplo, en el descubrimiento del cadáver gusarapiento que se pudre en un bungalow, tendido sobre la cama, como un pecado sin confesor); otros que logran captar el espíritu sórdido y erotizante, chillón y siniestro, fétido y hortera de la ciudad de Los Ángeles (pienso, por ejemplo, en la prueba interpretativa que se hace a la protagonista, encarnada por una deliciosa Naomi Watts); otras, en fin, erizadas de un humor bufonesco y delirante que acaba siendo macabro, como tantas veces ocurre en el cine de Lynch. Y todos ellos perfumados por un cosquilleo de irrealidad tras el que se agazapa la sonrisa hueca de la muerte. Mulholland Drive es, en fin, la obra maestra terminal de un genio locoide al que ya sólo restaba, desfondado, callar para siempre.