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Ramón Peña: De dandy a terrorista   

El Chacal' también llora

 

Es Londres a comienzos de los años setenta. La sociedad inglesa, de entonces, caracterizada por una masificada clase media baja que cuida celosamente los pennies. La mesura es el patrón de su conducta económica. Priva la honestidad heredada de la disciplina victoriana. Gente conservadora como la pátina que exhiben sus edificios y monumentos. Vida modesta, añorante del lejano pasado imperial. Es temporada de protestas sindicales y huelgas. No obstante, la riqueza cultural y artística de la ciudad es envidiada por los europeos de tierra firme. Londres es la capital musical del planeta. El gris de la ciudad y de la vida solo es roto por el colorido de su juventud rockera, la eclosión hippie, los Beatles, el desafío de las mini skirts, Carnaby Street, la marihuana… No obstante, al final, prevalece el carácter de vieja señora tradicional de la ciudad capital de la que fuese la pérfida Albión. Inalterable bajo el gobierno laborista de Harold Wilson y el conservador de Edward Heath.

En esa Londres ancestral y segura, disfrutando de su calmada energía hacían vida dos venezolanos, José Altagracia Ramírez y su mujer, Elba Sánchez, una pareja de tachirenses, de pronunciada idiosincrasia andina, ambos en sus cincuentas, educados y con los recursos necesarios para residenciarse con su prole en el exterior. Ahora en la capital británica, antes, creo recordar que en Ciudad de México. Gente sencilla, hospitalaria. José Altagracia, abogado, Elba, devota del hogar y de sus hijos. Estos eran tres: Ilich, Lenin y Vladimir. En ese orden de mayor a menor.

Obligado es detenernos en el curioso patronímico que llevaban los chicos, insinuante de un modo de honrar al padre de la revolución soviética sin ahorrar uno solo de sus apelativos. En aquel entonces, admito, yo guardaba todavía jirones de mi juvenil sarampión izquierdista, por eso experimenté simpatía por Altagracia y por los singulares nombres que había escogido para su descendencia. Pensé rápidamente que Elba no habría tenido alguna injerencia en esa escogencia. Su marido, pater familiae andino, de voz suave y pausada, pero con la firmeza propia de los montañeses de Michelena o La Grita, debería haber sido el único y exclusivo autor de aquellas denominaciones. No lo pregunté, por supuesto, pero pasado un tiempo, en confianza, Don Altagracia me lo confirmó. Unos años más tarde, en una cordial plática con mi apreciado e ilustre Simón Alberto Consalvi, en la Embajada de Venezuela en Washington, apareció el tema y me comentó que Altagracia Ramírez, a quien conocía de sus años de estudiante en la Universidad de los Andes, era lo que denominó, un “comunista libresco”, teórico, nada de acción revolucionaria, pero siempre defensor, con respeto y veneración, de los ídolos de la gesta soviética.

Al hogar de esta pareja yo había llegado por una amiga venezolana en una visita improvisada, de esas de “solo para que los conozcas”. La cálida hospitalidad que me brindaron, su hablar andino y el ofrecimiento de un platillo tachirense me situaron en un territorio evocador de mi madre, doña Rosa, paisana de ellos. Terreno abonado para iniciar amistad con gente como uno en suelo extraño.

Los Ramírez vivían en un town house modesto pero acogedor en el barrio de South Kensington con su hijo menor, Vladimir. Allí volví una o dos veces más, siempre invitado a algún condumio preparado con el gusto al terruño andino por las sabias manos de Elba. Mi edipismo gastronómico era consentido con aquellos platos que evocaban la cocina de Doña Rosa, también, por cierto, gran cocinera. En una de las visitas me enteré que pensaban alquilar un apartamento más amplio pues los dos hijos mayores, en ese momento viviendo en Moscú, estaban prontos a venir a Londres para continuar estudios.

Walpole Street, en el agradable barrio de Chelsea, una típica calle londinense que desemboca en la amplia King’s Road, fue el lugar escogido para alojar a la ampliada familia Ramírez. Siempre con un motivo para reunirse, esta vez para celebrar la nueva residencia, me invitaron y un buen plato adornó la cálida mesa. Pero fue también la oportunidad para darle la bienvenida a Lenin, quien ya se encontraba en Londres. Un joven sociable, animoso, de quien me llamó la atención su alegría por haber dejado Moscú y su entusiasmo por incorporarse a la que, entonces, llamábamos la Swinging London. Conversamos sobre su experiencia en la universidad Patrice Lumumba, en la que ambos hermanos estudiaban, institución creada en Moscú para acoger estudiantes del tercer mundo, en especial de los pueblos africanos que habían logrado o estaban en el camino de romper el yugo del colonialismo. Lumumba fue el nombre escogido en memoria de aquel bravo luchador por la liberación del Congo, posteriormente asesinado por connivencia entre fuerzas colonialistas y la traición de sus propios coterráneos.

No mostró Lenin mucho entusiasmo en cuanto a narrar su paso académico por la Patrice Lumumba. Una universidad de baja gama, distante de compararse con la elitesca Lomonosov. Un medio de ideologización y propaganda para la formación de cuadros del tercer mundo. La plática terció más bien hacia las tremenduras, suyas y de Ilich, como jóvenes caribes venezolanos en el terreno de las juergas, aventuras amorosas, notablemente con chicas cubanas, pero también se deslizaron pecadillos como el de incurrir en el mercado negro de las divisas, la valiuta, como llamaban los rusos al dólar y la libra esterlina. Me los imaginé operando en la zona turística, en la Perspectiva Nevsky donde se hallaban las tiendas para diplomáticos y turistas abastecidas con bienes de consumo inaccesibles para los ciudadanos soviéticos.

Mi curiosidad, al preguntar cuándo viajaría a Londres el hermano mayor, abrió espacio para que Don Altagracia conversara con entusiasmo de Ilich. Durante esas semanas o meses percibí que, si bien era padre cariñoso y consentidor de todos sus hijos, expresaba mayor fruición cuando se refería a Ilich. Una noche, compartiendo un vino, me contó con orgullo que Ilich le había pedido apoyo para, antes de venir a Londres, hacer una gira por los países comunistas de Europa Central: Hungría, Checoeslovaquia, Bulgaria. Esto le parecía una experiencia enriquecedora para que Ilich ganase una visión más completa del mundo socialista. Su apoyo se materializó en una tarjeta de crédito de su banco en Londres, con lo cual “Ilichito”, como lo llamaba, no tendría problema en cumplir ese enriquecedor itinerario.

La programada gira para conocer países socialistas diferentes de la Unión Soviética, donde Ilich ya había vivido más de un año, tomó varios meses, pienso que alrededor de un trimestre. En ese lapso fui invitado al menos en una oportunidad por Don Altagracia y Elba, siempre con la excusa de alguna delicia de la cocina andina. Eran oportunidades para que saliera al ruedo la guitarra de Lenin y, con los buenos tragos, que en ese entonces yo me dispensaba con generosidad, arrancarme con algún bolerazo o un tango de la guardia vieja. Por supuesto, sin dejar de dedicarle Brisas del Torbes a Doña Elba, ese himno tachirense que yo había aprendido de mi propia madre. Eran los momentos en que Altagracia, con genuino cariño comentaba que con ese espíritu bohemio yo haría buenas migas con Ilichito porque ambos, decía, éramos unos “echados a perder para la parranda”.

Al fin, llegó la fecha esperada. Una llamada telefónica de Altagracia con voz vibrante: “¡Ramón, ya llegó Ilichito! ¡Prepárese paisano porque vamos a celebrarlo!” Y así fue, me preparé para lo que prometía una intensa celebración venezolana en Walpole Street, a la cual llevaba mi botella de rigor. Intuitivamente, me había despertado gran expectativa conocer finalmente a este personaje, curiosidad por oír sus historias venidas de Moscú. Yo había visitado la Unión Soviética dos años antes, tenía mi impresión de aquello y me inquietaba contrastarla con la suya.  Él era un joven comunista y aunque ya yo estaba lejos de la militancia política, mi carga de esas vivencias no había desaparecido. Interesante conversar con alguien como Ilich por lo que imaginaba de su formación política, por su experiencia de vida y porque intuía o me flotaba cierta intriga sobre lo que podía haber sido su verdadera andanza por los países comunistas. Sin descartar, por supuesto, haberme contagiado de la expectativa de su padre durante estos meses.

Me abrió la puerta el protagonista de la noche. Un joven de rostro ancho, blanco, con cara de andino, unos años menor que yo, calculo que, de mi propia altura, bien trajeado, camisa sport cerrada con fino foulard de seda al cuello. De tranquila, risueña expresión me dio la bienvenida. Un estrechón de manos y el abrazo característico del saludo venezolano. Don Altagracia, eufórico, fue pródigo en presentaciones, incluido un resumen de cómo yo, por parrandero, haría buenas migas con su niño recién llegado. Elba, feliz como mamá gallina ya con sus tres polluelos en casa. En la velada un par de otros amigos venezolanos. Alegre reunión, buen condumio, abundante licor, sin preocupación por las horas que transcurrían. Los visitantes, curiosos, ávidos de oír sus experiencias en Moscú. Como en la Nathalie de Gilbert Becaud ”ils voulaient tout savoir…” Con la fluidez de los tragos, se fueron deslizando las pequeñas historias de los hermanos Ramírez en Moscú.

Para la sobremesa, Ilich ofreció brandy. Con bastante orgullo y, previa una presentación de las bondades del licor que iba a ofrecer, abrió una botella de brandy de Ereván, de la República Soviética de Armenia. Con ese combustible alargamos la noche y se hicieron cada vez más fluidas las confesiones de tremenduras, de parrandas, de mucho alcohol, de incursiones en el mercado negro de la valiuta, del poco rigor que inspiraba el régimen de estudios. De la verdad de ese centro creado por los soviéticos, que encubría una suerte de madraza ideológica, bastante desordenada. Toda su narración traslucía mucho menos respeto por el régimen de Moscú de lo que yo hubiera esperado. Fue en buena medida un relato de jóvenes comunistas poco ortodoxos, irreverentes de la santa sede del comunismo mundial. Me sentí inclinado hacia esa postura. Aparte de haber dejado la militancia, para mí ya antes era intragable el imperialismo soviético. Esa primera tertulia echó abajo cualquier barrera de comunicación sobre el tema político y despertó interés común para continuar platicando sobre estas cosas. De madrugada y con unos cuantos centilitros del brandy armenio a cuestas, pedí un cab hasta mi residencia en South Kensington.

Pasado algún tiempo, no recuerdo a iniciativa de quién, nos encontramos de nuevo para seguir conversando. Esta vez también con preguntas sobre lo que hacía yo en Londres, planes de vida y, naturalmente, sobre cómo divertirse en la Swinging London. Puse sobre el tapete mis historias de estudios, de amigas inglesas y los planes que desembocarían en mi regreso a Venezuela. Al margen de la conversa política, acordamos algunas salidas a sitios de diversión, pubs y sugirió hasta posibles sitios donde ligar algunas chicas.

Me llamaba la atención el porte tan cuidadoso de caballero galante de Ilich. Siempre impecablemente vestido, como característica invariable de su atuendo: un foulard de seda cerrándole el cuello. Me sorprendió, y lo asocié con los galanes de antaño cuando, antes de entrar a un Pub en King’s Road, sacó del bolsillo de su camisa un librito de papier poudré. Esa clásica libretita con una portada art decó rosada, contentiva de papelitos entalcados, que antaño eran populares entre los caballeros para limpiarse el sudor en los bailes caraqueños. Yo los había usado años antes y no tenía idea de que ese adminículo existiera en Londres. Donde, de paso, nunca se suda. Me ofreció uno. Luego vi que los usaba con frecuencia. Un detalle más del esmero en su aspecto personal. Ilich era de suaves maneras y amable hablar. Nada que se asemejara a un apparatchik comunista. Sin embargo, era duro cuando la conversa trataba del anti colonialismo y, con especial énfasis, del padecer del pueblo palestino.

Fueron dos o tres salidas a los pubs a libar unas cuantas medias pintas de lager. Creo recordar que Ilich, al igual que yo, tampoco simpatizaba con la amarga bitter, la más popular de las cervezas entre los concurrentes. La temperatura de las birras casi al ambiente, bastante grados por encima de las “frías” que bebemos en Venezuela. De ligue, en alguna ocasión logramos acompañarnos de agradables chicas, siempre sorprendidas de que les brindáramos las bebidas. En aquel entonces, no era muy común pagarle a otro el trago. Sobrepasaba el presupuesto de los parroquianos, no así el nuestro. Yo recibía una beca de 120 libras esterlinas al mes, que era tres veces superior al estipendio de mis compañeros de postgrado… En aquel momento, ya había terminado y recibido el Master of Science. Ahora trabajaba en el proyecto de investigación hacia el doctorado, sujeto a que el Consejo de Desarrollo Científico y Humanístico de la UCV me prorrogara la beca de nuevo.  Mi proyecto estaba ligado a Francia, lo que me llevaba a estancias en París.

En verdad, los intentos de ligue nunca nos llevaron muy lejos, pero la pasábamos bien con las chicas que abordábamos en los bares. El resto del tiempo de libación lo consumíamos en conversas en torno a la cuestión política, sobre todo internacional. La guerra fría, Vietnam, la lucha anti colonialista, Cuba y por supuesto, Venezuela. Moscú y la URSS, fue tema reincidente. Ilich siempre crítico de la poca solidaridad soviética con el pueblo palestino. Tejió la tesis de que su salida de Moscú había sido presionada por su postura en defensa de la Organización Para la Liberación de Palestina (OLP), que molestaba a los camaradas soviéticos. De todas maneras, fue sincero en sus andanzas por las calles del mercado negro de las divisas y otros bienes de consumo. Seguramente, una suma de estas cosas o alguna en particular fuera la verdadera causa de la salida de los hermanos de Moscú. Pero también terció en sus relatos la complicación de su relación con una joven cubana, médico si mal no recuerdo, quien al parecer había quedado embarazada y enviada de vuelta a su país de origen…

Un día, con cierto entusiasmo, me expresó que quería estudiar “en serio” en Londres. –Quiero estudiar Ingeniería– Me pidió que lo ayudara a orientarse. Le sugerí como una realizable opción la Escuela de Ingeniería en The City University. Yo conocía una chica en la oficina de admisión y hasta allí lo acompañé a iniciar las gestiones.

Los requisitos no eran muy complicados, sin embargo, su título de bachiller venezolano no era suficiente. Era necesario complementarlo aprobando un par de materias del High School británico, con un nivel moderado de exigencia académica. Eran las conocidas Ad Levels o Advanced Levels exigidos a los bachilleres extranjeros. Materias selectivas a escoger de una larga lista de opciones. Recuerdo que salió bastante motivado de aquella reunión, con intención de prepararse para formalizar e iniciar la carrera de ingeniería. Mi curiosidad me llevó a preguntar cuáles dos materias escogería para el Ad Level. Una, ya me la imaginaba por su ventaja natural: su idioma natal, español. Pero la segunda fue una total sorpresa: ¡Árabe! “Yo le meto un poquito al Árabe…”, me dijo.

Respondiendo a mi fisgoneo me contó que en Moscú había estudiado algo de esa lengua. Todo venía por la solidaridad, por su simpatía por los palestinos, por esa suerte de desterrados, sin nación, que no conseguían apoyo decidido de país u organismo internacional alguno, incluido el poco respaldo soviético. Animado por esos sentimientos, se había interesado en aprender el idioma de los desiertos del Oriente Medio. Por esas veredas se desarrolló su explicación. La cual, confieso, consideré en ese momento genuina. Pero, no dejó de llamarme la atención su pasión por el tema. Abría espacio para intuir que algo concreto pudieran traslucir sus apasionadas palabras.

Yo tenía previsto irme a París por cierto tiempo, insistiendo en preparar mi proyecto de tesis, así que por unas cuantas semanas dejé de saber de las andanzas de este compañero. Imaginé que estaría dedicado a llenar los requisitos para ser admitido y comenzar sus estudios en la universidad. Mi beca no fue prorrogada. La había disfrutado durante dos años, ya había aprobado la maestría y ahora el Consejo de Desarrollo Científico y Humanístico de la UCV, me exigía regresar a trabajar en la universidad como lo establecía mi contrato de beca. De manera que tuve que desistir de mi proyecto, que iba bien, enfilado hacia el Master of Philosophy, que es la fase previa del proceso hacia el PhD.

Así que regresé a Londres para dar los toques finales a mi vuelta a la patria, ausente de ella desde hacía cuatro años. Mi regreso incluía la complicada despedida de Janet Louise, mi novia durante los últimos dos años. Unas semanas antes, estando en Francia, en una visita al Mont Saint Michel le había anticipado que regresaba a mi país. Decisión difícil y punzante, con incertidumbre y vacilaciones, pero en mi mente rondaba el temor de que fuese un error invitarla a Venezuela; había diversas razones, entre otras, mi libérrima manera de vivir en mi país. Podría ser un acto de irresponsabilidad de mi parte, pensé. En una batalla mental entre apego amoroso y racionalidad, cedí a las dudas y en los mejores términos posibles le propuse darnos un tiempo. Fue una despedida incierta…

Me reencontré con Ilich. Las preguntas de rigor: ¿Cómo te ha ido con los ad levels, la inscripción en la universidad? La respuesta fue seca y certera: “¡Olvidémonos de eso!” Luego, en un Pub, con una lager en mano, vino la explicación, que corrió, más o menos así: ya te he comentado que en Moscú me involucré con el movimiento de liberación de Palestina. Los he ayudado bastante, incluso fui reprendido por los soviéticos por violar la línea que a ese respecto imponía el Partido Comunista. Por esos motivos también estudié algo de árabe. En los meses luego de mi salida de Moscú, antes de venir a Londres, pasé un tiempo en territorio árabe… No me permitió indagar en detalle cuál había sido su quehacer en esos lares. Lo que siguió me impactó: hace unas semanas, recibí un contacto para participar en algo relacionado con ese movimiento, me excusé de no asistir por mis compromisos de estudios. La reacción la recibí en mi casa. Un emisario tocó a la puerta y de manera tajante, en dos platos, me advirtió que este era un movimiento muy serio, del cual sus integrantes no pueden retirarse, salvo muertos. Punto. Ya veré cómo enrumbo mi vida bajo esta circunstancia. No habló más…Pidió otras dos lagers.

Los días siguientes, me dediqué a los últimos detalles de mi regreso a Venezuela. Me alojé en la casa de mi hermano Napoleón. Él y su esposa Ligia y cuatro pequeños ocupaban una bonita casa en el barrio de Ealing Broadway, algo alejado del centro de Londres. Napoleón hacía su postgrado en Reumatología. Me despedí de los Ramírez, en especial de los viejos, esa noble pareja de permanente bonhomía, hospitalarios y generosos por quienes sentía especial afecto. Ilich no me había dejado espacio para comentar más sobre sus planes luego de haber recibido aquella intimidación. Había cerrado el tema. Naturalmente, me asaltaron las dudas sobre cuál era realmente su grado de involucramiento en el asunto palestino. La amenaza recibida sobrepasaba con creces lo que se le puede exigir a alguien que solo hubiese mostrado solidaridad con un movimiento sin asumir un compromiso más allá y de otra naturaleza. Fue extremadamente serena su reacción ante una amenaza perturbadora que lucía como la advertencia de una hermandad tipo mafia.

Ya tenía fecha de partida para volar a París, tomar allí mi automóvil y viajar a Ámsterdam para embarcarme en un carguero de la Compañía Anónima Venezolana de Navegación, rumbo a la Guaira. La cola más larga e importante que me han dado en toda mi vida.

Partida llena de interrogantes, de sentimientos encontrados, muy especialmente por dejar a Janet Louise… Despedida emotiva de Londres, ciudad que amaba y por la que guardaba un íntimo reconocimiento por lo que me había brindado generosamente en el plano emocional. También por lo que me había enriquecido cultural e intelectualmente. Tengo en mi memoria a la Londres de aquellos años como una urbe profundamente humana, de gente sencilla y culta. La Londres que he visitado años después, bella, esplendorosa, de edificios renovados, blancos, la percibo otra, como pasada por las manos de cirujanos estéticos. Conservo en mi memoria una película inmodificable de Londres. Esa imagen mental de los lugares que guardamos construida por una rica y hermosa experiencia personal.

Napoleón resolvió organizarme una despedida en su casa. Me pidió que invitara a unos amigos. Hice una lista corta, recuerdo a mi amigo Antonio Zanko, médico radiólogo venezolano, de origen croata, con quien había compartido el gusto por los conciertos de música clásica y también fiestas y paseos, como uno por Escocia donde habíamos conocido a nuestras respectivas novias. Jill, era el nombre de la suya, quien vino a visitarlo un tiempo después a Caracas. Antonio se casó luego con una venezolana, lamentablemente murió a muy temprana edad. Los otros invitados para la parranda de despedida: Ilich y Lenin Ramírez Sánchez, este último provisto de su guitarra.

Toda una despedida a lo venezolano, alegre, abundante comida y mucho alcohol, la guitarra acompañando a los hermanos Peña, ambos con sempiterna vocación de cantantes. Hasta el amanecer se prolongó aquella alegre parranda, que remató con desayuno preparado por Ligia, abrazos y declaraciones fraternales hasta la eternidad, la ancestral puesta en escena de criollos sentimentales y bien bebidos. Antes de retirarnos, fotos del grupo copa en mano, brindando por existir y reunirnos.

Mi adiós sentimental a Londres, años que marcaron una inflexión en el curso de mi existencia, de aprendizaje, de ilustración. No dudo que regresaba un mejor yo a mi Caracas natal. Siempre le estaré agradecido a la vieja y señorial dama del Támesis.

No mantuve contacto postal con Ilich. Recuerdo que en una ocasión supimos, el uno del otro y nos enviamos saludos por una amiga común venezolana. Mis sospechas de que sus actividades políticas fuesen de bastante mayor peso de lo que habíamos conversado, bien pudieron haberse esfumado con el tiempo si no es por lo que iba a ser noticia mundial de sus andares. Yo había retomado mi vida en Caracas, tenía un trabajo que me apasionaba en el Instituto Venezolano de Investigaciones Científicas y vivía mi vuelta a la bohemia caraqueña. En aquel momento se pasaba mejor en Caracas que en cualquier otra ciudad del mundo.

Una mañana, en la televisión y en los diarios, no sé si como bomba o como baño de agua helada, me sacudió la noticia de que aquel sereno y elegante joven venezolano, mi amigo del barrio de Chelsea, era buscado mundialmente, acusado de feroz asesinato múltiple, ejecutado en el Quartier Latin de París. “Dos policías franceses y un palestino asesinados a sangre fría por el terrorista alias Carlos, un venezolano de nombre Ilich Ramírez Sánchez”. Noticia de primer plano que los medios franceses titularon “la fusillade de la rue Toullier”.

En un primer momento me vivieron a la mente sus viejos. Los Imaginé como otras víctimas de aquella impactante noticia. Por alguien que ahora no identifico, recuerdo con cierta vaguedad haberme informado de que ambos estaban aún en Londres, que la policía había hecho un brutal allanamiento en la casa que habitaban. Con poca certeza creo que alguien me comentó que se habían mudado a un apartamento en High Street Kensington. Nunca más supe de José Altagracia y Elba.

Intrigado por conocer más de aquel hecho, fui a la librería francesa (Lectura) del Centro Comercial Chacaíto, para complementar la información, compré Le Monde y otros impresos y aprecié cómo rápidamente se multiplicaban las presuntas andanzas del ahora, alias Carlos, a quien se le atribuían ataques terroristas de todo orden: bomba en el Drugstore del boulevard Saint Germain, explosivos en el aeropuerto de Orly, asalto a un banco en Ámsterdam, atentado contra el dueño de la tienda Marks & Spencer, entre otros actos terroristas. Una larga lista que desde ya lo convertía en leyenda.

¿Quién era ese venezolano, simpático, de finos modales, enamoradizo, educado, cuidadoso de su aspecto personal, con alguna inclinación a la bohemia, que yo había conocido? ¿Eran esas las verdaderas ambiciones de Ilich, convertirse en una leyenda, o, cómo ahora pienso qué hubiera sido su sueño, un legendario justiciero por el pueblo palestino? Era difícil imaginármelo un asesino. En el conjunto de su personalidad, yo no había apreciado más que un criollo venezolano, bastante común. Inimaginable un pistolero que asesinaba a sangre fría, como el de la rue Touiller. Nunca observé en él algún rasgo extraordinario. No destacaba ni por virtudes, ni por vicios. Lo consideraba de inteligencia mediana. Aunque hoy la neurología ha determinado que hay más de una categoría distinta de inteligencia. Lo que ahora quedaba demostrado era estar dotado de una sangre fría y audacia de nivel superlativo. Por supuesto, en los momentos que habíamos compartido nunca hubo oportunidad para que revelase esas “cualidades”. Por otra parte, era hijo de una familia funcional, estándar, amorosa, educada, el padre izquierdista teórico, la madre ferviente católica andina. (He leído en alguna parte que los padres se habían divorciado, pero decidieron continuar conviviendo para mantener unida la familia. En cualquier caso, nunca observé nada conflictivo entre ambos).

Había considerado genuino a Ilich cuando me pidió ayuda para formalizar una carrera universitaria. Cabe ahora pensar que aquello tuviera como propósito hacerse un mascarón de proa que escondiera sus actividades reales. Una simulación, como aquella cuando le hizo ver a su padre un recorrido turístico por la Europa socialista, mientras en realidad estaba en un campo de entrenamiento en algún lugar del Oriente Medio. He leído que en Jordania. ¿O estaría Altagracia al corriente del verdadero destino de su hijo en aquellos meses, de lo que realmente hacía? ¿Y que no fuera el viejo tan “libresco” como se decía…?

La apoteosis de sus actos, lo que lo consagró como “El Chacal” vino con el secuestro, dirigido por él, de los ministros de petróleo reunidos en la Conferencia de la Organización de Países Exportadores de Petróleo, OPEP, en Viena, en diciembre de 1975. Curiosamente, casi pudimos haber coincidido de nuevo en una misma ciudad. Yo había dejado Viena el día anterior al asalto a la sede de la OPEP para dirigirme a Israel, a una reunión de institutos de investigación tecnológica en la ciudad de Beer Sheva. Allí me enteré por prensa y TV de aquel episodio de máximo suspenso que, luego del secuestro de los ministros, fuera el posterior periplo aéreo por varios países del Norte de África que no accedían a las peticiones de los secuestradores. Pendían de un hilo las vidas del Jeque Ahmed Yamani, Ministro de Petróleo de Arabia Saudita y del Ministro de Irán, gobernado entonces por el Sha Reza Pahlevi. Aquel thriller televisado concluyó en Yemen, previo el pago de cuarenta millones de dólares que, se sospecha, quedaron en poder de Carlos y fueron usados para formar su propio ejército.

De las imágenes que circularon de aquella complicada acción terrorista (también de otras que se conocieron en otros eventos posteriores), me llamó la atención la actuación de Ilich: su actitud desafiante, siempre mostrando seguridad en sí mismo, con pose de héroe, buscando su mejor ángulo y sin sacrificar elegancia. Lucía una boina de maquis francés bien terciada. Imaginé que solo le faltaba el foulard de seda cerrándole el cuello y también, pasarse por la frente su acostumbrado papier poudré. Quién sabe, quizás lo llevaba en el bolsillo.

Así, el embrión de un temible asesino y terrorista se había desarrollado sin mudar su piel de dandy…

 

Buenos Aires, julio, 2019

 

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