Muere Carmen Sevilla, adiós a una estrella de cercanías
Se fue hace mucho, olvidada por sí misma e incapaz de memorizar todo lo que fue y quiso ser en un mundo que entendió como un plató, hasta cegarse con la luz de unos focos cada vez más crueles
Carmen Sevilla se fue hace mucho, olvidada por sí misma e incapaz de memorizar todo lo que fue y quiso ser en un mundo que entendió como un plató, hasta cegarse con la luz de unos focos cada vez más crueles, rayos X que la quemaron por dentro. Fallecida hoy, Mari Carmen García Galisteo no pasaba de ser el envase civil de una estrella multitarea, precursora de una transversalidad escénica que la llevó del cine a la televisión, de la publicidad al teatro y de las revistas rosas al telegatuperio, pero también del folclore autárquico al yeyé del desarrollismo y de la virginidad certificada al destape. También fue ganadera, novia de España, coleccionista de pieles, joyas y quincalla, animadora de tropas, adicta a los mercadillos, filántropa de cercanías, paciente estacional de la Buchinger y pionera del empoderamiento femenino y del portazo en las narices. Lo cortés no quita lo heteropatriarcal. Admiraba a los hombres. «Toma este abrigo de Patuel… Para llevarlo -me dijo como quien regala un desafío- hay que ser muy macho».
Su contrato con la Paramount le obligó a pasar hambre -medidas de contención corporal; de mayor se desquitó, a faja quitada- y le permitió rodar de aquí para allá unas coproducciones que la hicieron célebre en medio mundo. La reconocían en Madrid y también en Nueva York, donde a mediados de los años noventa aún la paraban por las avenidas.
Alternó con los más grandes de Hollywood, depredadores carnales ante los que no cedió -«fui tonta», repetía, mientras recordaba las licencias sexuales de su comadre Lola Flores, que también se permitía comer de todo sin engordar- y tuvo en Frank Sinatra la prueba de resistencia de materiales que la consagró como virgen pagana. Tampoco aceptó todo el oro mexicano que le ofreció Cantinflas, ni las alternativas penetracionales que le propuso Paco Rabal. Ni por delante ni por detrás. Vestida de Pertegaz, su boda con Augusto Algueró puso fin al cuento de hadas. «Lo que un hombre te pida en la cama hay que dárselo para que no lo busque fuera», decía con la sapiencia que dan los años y los desengaños.
De padre cupletista y abuelo gacetillero, apadrinada en el bautizo por el director del ABC de Sevilla, Carmen Sevilla añadió a la genética familiar su formidable belleza -muy exportable, sin asomo de rasgos mediterráneos- para transformarse en lo que hiciera falta delante de una cámara. Interpretó las canciones ligeras de Algueró en Televisión Española y en ‘El show de Ed Sullivan’, el mismo que lanzó a los Beatles en Estados Unidos, y le quemaba la sangre que la metieran en el saco de las folclóricas, con las que mantuvo una relación distante y clasista.
Una noche de diciembre, detuvo el taxi para comprar décimos de Navidad a las loteras de la Puerta del Sol. «Mira, mamá, que viene la Pantoja», gritó una niña a la altura de La Mallorquina. «¿La Pantoja? Me cago en tu puta madre», respondió Carmen. Folclores, los justos. Ni siquiera en ‘El balcón de la luna‘, junto a Lola Flores y Paca Rico, renunció Carmen a sus hechos diferenciales y sus rasgos cosmopolitas. Cuando en su primera etapa le preguntaban cuál era su autor favorito -así de cortés y naíf era el periodismo de la época-, respondía que Somerset Maugham , del que jamás había leído una línea. Lo llevaba aprendido, todo de memoria. Superficialmente exquisita, casi siempre prefirió ser la Carmen del Mérimée que la de España.
Carmen Sevilla perdió la voz como consecuencia de una crisis nerviosa -«un surmenage», decía en el argot psiquiátrico de la época- provocada por la mala vida que le daba su marido, cuyas maletas puso en la calle cuando no había nacido Irene Montero ni existía el 016. A partir de entonces solo cantó de forma esporádica y forzada, pero le quedaba carrete. Pionera de la publicidad y la sobreexposición mediática, la mujer que protagonizó el primer anuncio televisivo de Coca-Cola en España, también imagen de Philips para la emergente clase media de los años sesenta, rehízo su estampa con abalorios y maquillaje de Carnaby Street y, ya separada y cuarentona, voluptuosa y tremenda, se puso al día para incorporarse a una experimentalidad cinematográfica que aquí terminó en descorche y despelote. De ese tiempo, ‘La cera virgen‘, de Forqué, era su película favorita.
Su relación con Vicente Patuel, al que nunca dejó de amar, con una desproporción de la que era consciente, forzó su retiro al campo extremeño, en el que invirtió lo que no tenía y donde ahogó la ansiedad que le generó la lejanía de los platós. De allí, tras enviudar y liquidar su pasado rural, solo sacó una monumental imagen de Cristo que hoy cuelga de la iglesia de la Encarnación de Marbella, cosas del turismo y del gilismo costasoleño y finisecular. Carmen Sevilla era creyente, pero aún más supersticiosa. Una vela a Dios y otra al diablo.
Regresó a la tele para ponerla patas arriba con una desvergüenza inédita, ya clásica, modélica para quienes tras ella aprendieron a comunicar desde la falta de rigor y a partir de la complicidad indocumentada. Activista del desafuero, Carmen fue la mayor responsable del proceso de vulgarización que, entendido como aproximación e incluso confusión con la audiencia, registró la pantalla en los años noventa. Paradójicamente, siempre echó de menos la distancia que décadas atrás separaba a las estrellas cinematográficas del público que las veneraba, imprescindible para mantener el hechizo y el desnivel ontológico.
Adelantada a su tiempo, de vuelta de todo, supo ignorar las críticas de la ortodoxia progresista y campar a sus anchas por un medio que por entonces comenzaba a explorar las posibilidades comerciales del salseo, etiquetado como telebasura. Del ‘Telecupón‘ saltaba de forma periódica a ‘Tómbola‘, formato pionero de un género denostado y del que se hizo abanderada. La mujer que recibió en su camerino habanero a Fidel Castro y se codeó con la aristocracia política y cultural del siglo XX le cogió gusto a rebajarse y relajarse. «Eso no hace daño a nadie», repetía, inconsciente de las consecuencias de su juego.
En 2005, una función demoledora y despiadada de paraperiodismo rosa, monografía de la destrucción personal y profesional, largometraje en directo de la infamia, la destrozó para siempre, hasta obsesionarla y acelerar el curso del mismo proceso degenerativo que, latente, heredado, había sufrido su madre, también víctima del alzhéimer. Se le olvidaban las cosas, menos el dolor que le hacían quienes hablaban de ella en la tele.
Antes de volver a ser Mari Carmen García Galisteo y olvidar quién fue, Carmen Sevilla pasó sus últimos años tumbada en una cama que transformó en despacho, capilla, comedor, confesionario y salita. Fue María Félix quien le dijo en su día que para no envejecer lo mejor era vivir tumbada. Recibía en chilaba y con las carnes sueltas y bravas. Pedía comida al bar de abajo y la compartía con sus amigos y caniches. Estaba sola y le costó aceptar su progresivo retiro. Llegó a arrodillarse -a plomo, como hacía cuando entraba en la iglesia de los jesuitas, donde iba a rezar y a llenar el cepillo- ante unos patrocinadores que comenzaban a darle la espalda y a rescindir contratos. También dejó de funcionar en ‘Cine de barrio‘, su último programa, aquel pinganillo que en Telecinco le susurraba delirios prefabricados y daba tanto que hablar. El despiste, antaño fingido, era ya real, dramático para quienes percibimos su deterioro. Carmen Sevilla no atendía la llamada. Era Mari Carmen la octogenaria que, sobre la almohada, frente a una tele que miraba durante horas y en la que ya no se encontraba, comenzó a sustituir a la estrella.