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Isabel Coixet: Librera infiltrada

La primera librería que contó en mi vida fue Documenta, cuando estaba cerca de La Rambla, en la calle Cardenal Casañas. Recuerdo tener 16 años y salir del metro en Liceo con el corazón en un puño y el dinero meticulosamente contado en el monedero camino de Documenta sabiendo queme llegaría para un libro; quizás, con suerte, para dos. Recuerdo el escaparate, el olor a papel al entrar, la voz histriónica de uno de sus propietarios, las mesas de novedades, la disposición en las estanterías. Las horas pasadas intentando escoger un libro entre tantos. Las portadas de Alianza Editorial. Ese valioso tiempo de descubrimientos y revelaciones en el que se mezclaban sin ningún empacho Lawrence Durrell y Stendhal y Dashiell Hammett y Marx y Engels y Borges y Baroja y los tres Raymond: Chandler, Radiguet, Roussel. Después, en la caja, la última punzada de incertidumbre, que se desvanecía ante la aprobación del librero. La salida de la librería con el libro entre las manos y la alegría y ansiedad de saber todos los que quedaban ahí esperándome para la próxima vez. Y la vuelta a casa en metro devorando el libro que había comprado mientras el mundo se desvanecía alrededor y a menudo me pasaba de parada.

La librería Alibri me ofreció hacer de librera infiltrada durante una tarde, recomendando libros entre sus bien surtidos estantes. No sabía muy bien en qué me metía

Siempre he medido mi estabilidad económica en libros: cada vez que  entro en una librería y siento que puedo llevarme todos los libros que quiera, es que todo va bien. También mis estados anímicos: si me cargo de novelas policiacas, es que necesito escapar de mí misma; si compro novelas de jóvenes autoras californianas, es que necesito sentir que no soy la única persona a la que California deprime. Si me embarco en series de libros temáticos, es que en la cabeza me bulle una idea alrededor de ese tema, sea la escena underground de los 70 o el sur de Italia durante el Renacimiento, la vida en los suburbios de Toronto o series de diarios femeninos de autoras semiolvidadas.

La librería Alibri me ofreció hacer de librera infiltrada durante una tarde, de recomendadora de libros entre sus bien surtidos estantes y no dudé en aceptar la invitación sin saber muy bien en qué me metía. Recomendar libros para el verano cuando no conoces bien a tu interlocutor puede ser hasta  peligroso. ¿Cómo recomendar a alguien las 800 páginas de la última biografía de Sylvia Plath, Salmo rojo, cuando te preguntan por una biografía que te haya fascinado, sin saber si la persona tiene problemas de cervicales o si le interesa lo más mínimo la autora de La campana de cristal? (Inciso: ¿cómo puede saber la autora de la biografía no sólo lo que cocinaba Plath, sino lo que querría haber cocinado y no cocinó?).

¿Cómo recomendar una novela histórica cuando detesto las novelas históricas (excepto las de Robert Graves o Marguerite Yourcenar)?

¿Cómo sugerir un libro que no deprima cuando los buenos libros casi siempre lo hacen? A todos estos dilemas tuve que hacer frente en unas breves horas y aún hoy, semanas después, me pregunto si mis sugerencias convencieron a los amables lectores que vinieron a verme y se llevaron los libros de los que les hablé. En todo caso, espero que no ocurra lo que cuenta el propietario de la librería argentina El Rufián Melancólico, que tiene un cliente que, cuando no le gusta lo que le recomienda, le trae el libro y lo rompe página tras página delante de él…

 

 

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