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CINELANDIAS: ‘Testigo de cargo’, complicidad, escalofríos y ‘mala uva’

Charles Laughton se muestra colosal en esta obra de Billy Wilder donde la mordacidad habitual del director se vuelve venial, batida al punto de nieve. Basada en un drama de Agatha Christie, la película se balancea entre la comicidad y la intriga de un modo desinhibidamente superficial.

Testigo de cargo (1957) Película - PLAY Cine

Aceptemos que Testigo de cargo (Witness for the Prosecution, 1957) no es una de esas películas que se estudian en los manuales de cinematografía como hitos fundacionales de tal o cual escuela fílmica, ni como epítomes del vanguardismo, ni como pioneras de tal o cual alarde formal o narrativo.

Testigo de cargo es cine de entretenimiento sin tapujos, desinhibidamente superficial, de una amenidad chispeante que no desdeña aprovecharse de la ingenuidad del espectador, urdir trampas argumentales rocambolescas, retorcer los giros de la trama hasta la inverosimilitud…   Y, para más inri, afiliándose sin rubor a dos de los subgéneros más denostados por los cinéfilos de pata negra, el whodunit y el drama judicial, tomándoselos ambos a chirigota, o siquiera a chiribita, porque toda la película es como una suerte de espejuelo que busca el cabrilleo de la luz para despistar, engañar, confundir y divertir al espectador, como hace Charles Laughton con su monóculo, para poner a prueba a sus clientes.

 

alternative textQuímica conyugal. Charles Laughton y Elsa Lanchester se conocieron en los escenarios a finales de los años veinte y no se separaron hasta la muerte de Laughton en 1962.

 

 

Ni siquiera los epítetos que suelen colgarse –no sabemos si como sambenitos o como medallas– a Billy Wilder (que si “corrosivo”, que si “ácido”, que si “vitriólico” y demás tópicos archisabidos) se concilian con esta película, que desde luego es mordaz como todas las suyas, pero con la mordacidad venial, batida al punto de nieve,  propia de un vodevilesco jeu d’esprit con cuernos al fondo. Testigo de cargo está basada en un drama de Agatha Christie en el que brillan casi por su ausencia los aspectos más truculentos de su novelística y en cambio resaltan con mayor intensidad sus sarcasmos (a veces eutrapélicos, a veces hirientes) sobre las convenciones sociales y las hipocresías un poco infatuadas que caracterizan el temperamento inglés.

Charles Laughton brinda aquí la que tal vez sea la mejor interpretación de su carrera

La obra original es, desde luego, un prodigio de “carpintería teatral”, lleno de revelaciones sorprendentes y aturdidoras, ambigüedades morales y ramalazos cómicos, más la añadidura de una intriga que cautiva al más pintado, sobre todo si uno, bajo la pintura de los años, esconde un alma de niño. Pero nada de esto sería posible sin la aportación de un Charles Laughton colosal, descomunal,  ¡catedralicio!, que brinda aquí la que tal vez sea la mejor interpretación de su carrera, o siquiera la más característica, dando vida al abogado sir Wilfrid, cascarrabias y socarrón, ampuloso y lenguaraz, fumador impenitente de habanos y bebedor contumaz de brandy a quien la convalecencia de una afección coronaria ha querido convertir en un hombrín vigilado (¡asediado!) por la enfermera miss Plimsoll, celosa censora de sus hábitos, a quien encarna la esposa de Laughton en la vida real, la inolvidable “novia de Frankenstein” Elsa Lanchester.

La química entablada entre Laughton y Lanchester es un prodigio de complicidad, misericordia y mala uva que sólo es posible entre cónyuges hartos de aguantarse y amorosamente dispuestos a seguir aguantándose hasta los restos, al calor de los michelines y las arrugas.

 

 

alternative textLa gran Dietrich y la despedida de Power. Marlene Dietrich encarna a la fría y calculadora esposa de Tyrone Power que interpreta a un galán algo ajado, su último papel antes de morir.

 

 

Todo lo demás, con ser soberbio, queda eclipsado por la presencia histriónica, porcina, enternecedoramente revirada de Laughton, que parece incubar en su triple o cuádruple papada una munición inagotable de donaires, invectivas, ironías y vituperios. ¡Hasta Marlene Dietrich, ángel con voz de látigo o de lija, Venus de piel blanquísima, escalofrío rubio (¡y cincuentón!) que parece caminar sobre una peana, para que todos los hombres del mundo se pongan de rodillas a su paso, pasaría inadvertida, si no fuera porque nos sorprende con uno de los ejercicios de camaleonismo más tremebundos de la historia del cine!

Y el bello Tyrone Power, aquí en su último papel antes de palmarla, tiene algo de galán ajado o pícaro deslucido ante el arrollador Laughton, que en cada secuencia que comparten lo convierte en mero comparsa. A veces uno tiene la impresión, viendo la película, de que hasta el mismísimo Wilder decidió retraerse, como un caracol en su concha, cediendo todo el protagonismo a ese pedazo de monstruo (más que animal) cinematográfico, que llena cada plano con su barriga salida de madre y sus epigramas salidos de tiesto, como de un Oscar Wilde viejuno entreverado de cíclope.

 

 

 

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