Si el Galio Bermúdez de Héctor Aguilar Camín sabía quién cortaba el filete del poder en el México priista y Gabriel García Márquez retrató el narcoterrorismo de ‘Los extraditables’ en ‘Noticia de un secuestro’, el asesinato de Fernando Villavicencio, candidato conservador a la presidencia de Ecuador, escarba en las vísceras de un cuerpo político al que lo recorre el veneno del crimen. Como ocurrió en el México de Felipe Calderón o con el asesinato del liberal colombiano Luis Carlos Galán, en 1989, la droga entró en el torrente sanguíneo de la democracia ecuatoriana. ¿Hay torniquete que pueda pararla? El cartel de Sinaloa ejerce de actor político en el tablero. Muerde y perfora, como una carcoma que devora el árbol del Estado político hasta dejar a la vista tan sólo la cáscara de su corteza.
La hiperbólica ficción de Pablo Escobar -presentada por HBO como la figura de un Robin Hood exótico en su obsceno manejo del poder- ha frivolizado el peor mal que pueden sufrir las estructuras ciudadanas: la presencia de la delincuencia en la cosa pública. Un Estado fuerte posee los mecanismos para cerrar el paso a quienes atentan contra él. En un Estado fallido, que ha perdido el monopolio de la violencia, eso es imposible. Las democracias que no saben defenderse son democracias débiles. Se contagian unas a otras como robles enfermos que acabarán cayendo uno tras otro. Ecuador se convirtió en el aliviadero del narcotráfico mexicano. Su posición privilegiada en el acceso a los puertos para pasar droga lo convierte en un territorio clave. De ahí que a Villavicencio lo acribillaran a balazos: porque prometió mano dura. La lógica de Bukele, con pólvora.
Las estructuras organizadas cuyo fin es socavar otro poder distinto al suyo embadurnan de sangre las instituciones. Ocurrió en 1978 con el primer ministro italiano Aldo Moro, cuyo cadáver apareció en el maletero de un Renault, tapado con una manta y con once balazos en el corazón. Ni siquiera Leonardo Sciascia pudo esclarecer su confusa muerte. El terrorismo de ETA hizo lo propio, a su manera, cobrándose víctimas cuyas muertes debían de ser, ante todo, ejemplarizantes.
Los actuales cárteles resucitan el narcoterrorismo de los noventa, peor aún: son la gasolina con la que se pone en marcha una paz sumaria. Son el actor principal de una tragedia alentada por gobiernos demagogos que prefieren ponerse de perfil y dejarles actuar a sus anchas, siempre que no les disputen la parte del filete del poder que alguien corta en algún despacho presidencial, como en aquella novela de Aguilar que encabeza esta columna.
Incluso la Venezuela tiranizada por Nicolás Maduro mantiene en calma a sus fuerzas armadas porque les ha abierto la puerta al lucrativo mercado del narcotráfico, un campo frondoso en el que todos quieren enriquecerse. Es bien conocida la actividad del ‘cartel de los Soles’, llamado así porque lo encabezan generales del ejército venezolano, y cuya práctica matonil ha quedado asimilada en la estructura de ese tipo de gobierno que acaba convirtiendo a los Estados en la cáscara de un árbol enfermo.