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Beatriz Pineda Sansone:    El ventarrón que nos desnuda

                                        La metáfora es la flor de la palabra.

                                                                        Umberto Eco

 

La historia que narra Miguel Otero Silva en su obra “La piedra que era Cristo”, nos regala una admirable libertad creadora y una entusiasta inteligencia.

Con relación a la piedra, como símbolo, ocupa en la tradición, un lugar de calidad. Existe entre el alma y la piedra una relación estrecha. La piedra y el hombre presentan un doble movimiento de subida y de bajada. El hombre nace de Dios y retorna a Dios. La piedra bruta desciende del cielo y, una vez transformada, se eleva hacia él. El paso de la piedra bruta a la piedra tallada por Dios, y no por el hombre, es el del alma oscura al alma iluminada por el conocimiento divino. El maestro Eckhart enseña que piedra es sinónimo de conocimiento.

Miguel Otero Silva alaba la paciencia del viejo Jacobo como la gran virtud del artista. Así como Van Gogh dice a su hermano: “Tengo la paciencia de un buey”.

La creación no es una operación formal, sino biológica, vital, expuesta a azares y accidentes y prolongada por el afán de una subjetividad que desea ampliar su libertad, sus dominios y su soltura. La metáfora –resaltada en negro- es la mejor forma de explicar las cosas, apuntó Saramago en su obra “Todos los nombres”.

Otero Silva cuenta que un profeta llamado Juan el Bautista andaba descalzo por entre rocas y follajes, y predicaba poseído por el lenguaje y la cólera de Elías y anunciaba para el pueblo de Israel la cercana presencia del Redentor. Cristo vendrá a nosotros como rey de reyes, hijo de David y depositario de su fortaleza y humillará la altivez de nuestros enemigos y los hará pedazos como tazones de arcilla.

-“El profeta bajaba hacia la ribera del Jordán –dijo Micaela, la aguadora- seguido por un puñado de discípulos que marchaban deslumbrados detrás de él. Jamás la habían mirado ojos tan desolados y tan rotulados de ira como los suyos. Sobre la frente le caían las greñas como hervidero de serpientes. Era tan alto como los cedros que se le cruzaban en su camino. De la piel de camello que lo cubría asomaban al andar sus muslos macizos como torres de metal fundido y sus rodillas huesudas y punzantes”.

-“Tanto lo había quemado el sol del desierto que más parece un ángel negro que un hombre blanco. Sus ojos son fogatas maldicientes o tal vez oleaje tenebroso de la noche”.

(…) “Eleazar, el comerciante en géneros que había torcido el rumbo de sus camellos para escuchar al profeta, dijo:

-¿Quién es? ¿Qué reclama de nosotros? ¿Qué intenciones sagradas o perversas encaminan sus pasos?

-¿Es un fariseo enardecido de patriotismo y pasión religiosa -continuó Eleazar-, fanático de la letra de los libros, soñador en perseguimiento de un Cristo que transforme en realidad verdadera sus vaporosas ilusiones de justicia? ¿O es un esenio desmontado de sus escarpados monasterios para predicar a campo abierto la castidad de cuerpo y la comunidad de bienes como trasuntos de la pureza interior que se requiere para recibir con dignidad al Maestro de Justicia?”.

La paciencia del viejo Jacobo era una ciudadela inexpugnable. Se acarició la barba algodonosa, se acercó dos pasos hacia los desconfiados y replicó:

-El bautismo que reparte el profeta con sus propias manos no encuentra alusión en libro alguno, salvo en los oráculos de Ezequiel cuando predijeron que Jehová purificaría a los hombres valiéndose para ello de la inocencia del agua. Nada importa, continuó el viejo Jacobo, que hoy sea el agua ofendida del Jordán, o que mañana sea el agua inmaculada de los manantiales, ya que no salta de las manos del Bautista para limpiar la piel del hombre sino para incubar un hombre nuevo debajo de la piel. Juan vendimia nuestro arrepentimiento, borra nuestras culpas con el agua del bautismo y nos lanza a volar hacia una nueva vida”.

Las palabras del autor para referir los acontecimientos de distintos personajes bíblicos son una invitación a beber sabiduría que es la luz inteligible, anterior a todo lo que puede participar en ella, bien sea percepción o imaginación, inteligencia o razón. Esa luz es anterior a todas las cosas sensibles o inteligibles. Es la causa de todo.

No menos sobrecogedoras son las palabras de Micaela, la aguadora, citada por Otero Silva:

 -“No es su mirada sino su voz el ventarrón que nos desnuda, su voz la trompeta que nos subleva, su voz el caramillo que nos apacienta”.

Gracias a la metáfora, una realidad –la voz- se expresa por medio de escenarios o ideas diferentes –el ventarrón, la trompeta, el caramillo- con los que lo representado guarda cierta relación de semejanza y nos permite apreciar la intensidad del sentimiento.

Nuestra naturaleza intelectual vive y, por tanto, tiene que ser alimentada. Pero, así como todo ser vivo ha de ser alimentado con el alimento que corresponde a su forma de vida, así nuestra naturaleza espiritual no puede reponerse sino con el alimento de la vida espiritual. La fuerza vital se mueve para deleite propio y a ese movimiento se denomina vida. Por ello, la energía misma de la fuerza de la vida, expresada por el autor, se apaga y se extingue a menos que se renueve mediante su gratificación natural.

Platón decía que “fuera de las ideas no hay nada que permanezca en el ser”. De aquí podemos extraer la conclusión de que las ideas no están separadas de los individuos. Como consecuencia, la naturaleza del individuo está unida con la idea misma –el pensamiento, el concepto, el símbolo, la imagen-, de la cual tiene en virtud de esa misma naturaleza todas esas cosas. La idea es lo uno y muchas cosas y está en reposo y se mueve, en cuanto está unida a cosas móviles. Más tarde, apuntará M. Heidegger: “ninguna cosa existe donde falta la palabra”.

“En efecto, apuntó Umberto Eco (1986): se trataba de saber si las metáforas, los juegos de palabras (…) que los poetas parecen haber imaginado solo para deleitarse, pueden incitar una reflexión distinta y sorprendente sobre las cosas”.

Y esta parece haber sido la razón por la cual Jesús hablaba por medio de parábolas a sus discípulos (Mc. 4-10-12: Lc. 8.9-10):

-“A ustedes, Dios les da a conocer los secretos del reino de los cielos; pero a ellos no… La semilla sembrada entre espinos representa a los que oyen el mensaje, pero los negocios de esta vida les preocupan demasiado y el amor por las riquezas los engañan. Todo esto ahoga el mensaje y no lo deja dar fruto en ellos…”.

Más tarde, Aristóteles expresó en su Metafísica (2018: 80, 81, 82):

 (…) “el amante del mito –el relato, la ficción- es, a su modo, amante de la sabiduría … Así pues, si los hombres filosofaron por huir de la ignorancia, es obvio que perseguían el saber por afán de conocimiento y no por utilidad alguna, (…) al igual que un hombre libre es, decimos, aquel cuyo fin es él mismo y no otro, así también consideramos que esta es la única ciencia libre: solamente ella es, en efecto, su propio fin”.

Invito a los amantes del mito a disfrutar de esta “pequeña colmena donde se les endulza el corazón y la lamparilla azul que les ilumina la conciencia”.

 

 

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