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Anhelos de mortalidad: Nosferatu, el vampiro, de Werner Herzog

 

Pocos filmes ameritan un remake y sin duda el Nosferatu (1922) de F.W. Murnau no es uno de ellos. Es más, solo pensar en vampirizar un filme como ese se antoja una herejía. Una que solo intentaría alguien dispuesto a “la conquista de lo inútil”, como el imbatible director alemán Werner Herzog. En entrevista con Matthieu Orléan refiere que “al plantearme mi Nosferatu me apeteció vincular mi propio cine con el de nuestros abuelos, porque, como he dicho a menudo, la nuestra es una generación de huérfanos. La generación de nuestros padres había participado en la barbarie nazi, o bien fue empujada al exilio o reducida al silencio. Así que quise restablecer el contacto con aquella cultura cinematográfica alemana del pasado. Y debo decir que, después de realizar Nosferatu, me sentí arraigado, conectado” (1). Para Herzog era un asunto de conexión con sus raíces artísticas germanas, de establecer vasos comunicantes con un pasado que venera. Al intentar homenajear la obra original desde la perspectiva contemporánea y con los recursos de su presente (color, sonido, coproducción internacional, efectos visuales y de maquillaje) ha hecho que la cinta de Murnau luzca aún más vanguardista, simbólica y viva.

 

Nosferatu, el vampiro (Nosferatu – Phantom der Nacht, 1979)

El Nosferatu de Herzog, por el contrario, luce no exactamente anémica, sino exangüe. Es como si al inicio de la película el vampiro ya hubiera pasado por el puerto de Wismar, donde transcurre la historia de Jonathan Harker (Bruno Ganz) y su prometida Lucy, dejándolos a todos en trance hipnótico y sin aliento vital, tal es el estatismo, la convencionalidad y la falta de brío de la puesta en escena. Además para la distribución mundial se hizo un doblaje al inglés que es sencillamente insoportable. Isabelle Adjani, en el rol de Lucy, se ve fantasmal y como tal se comporta. Herzog ha confesado que solo preparaba los parlamentos con los actores cuando ya estos estaban el plató y esa improvisación se nota con bochorno en el primer tercio del filme, que luce asombrosamente torpe. Ni siquiera la recreación de época es creíble.

 

Nosferatu, el vampiro (Nosferatu – Phantom der Nacht, 1979)

Cuando todo apuntaba al desastre absoluto ocurrió algo que parece insólito en el cine de este género: la aparición del vampiro le inyectó vida al filme. Pese a lo paradójico de la afirmación (pero que es algo que en realidad suele pasar en este tipo de filmes), el Nosferatu detrás del cual se esconde Klaus Kinski es lo mejor que le pudo pasar a esta película. El inefable actor alemán pasaba cuatro horas diarias sometidas a las sesiones de maquillaje que lo dejaban convertido en esa rata humana que antes encarnó Max Schreck en el filme de Murnau y ese esfuerzo terminó por convertirlo espiritualmente en el personaje (el actor hablaba de una “metamorfosis”). Si alguien logró aquí hacer un puente con el pasado del cine germánico no fue Herzog, sino Kinski. Él es quien redime a Nosferatu, el vampiro, y lo convierte en un largometraje que vale la pena ver.

 

Nosferatu, el vampiro (Nosferatu – Phantom der Nacht, 1979)

 

Sobre todo porque este Nosferatu de Herzog es un personaje distinto. Una “inconcebible criatura que sufre porque es plenamente consciente de su existencia” (2), como la definió con precisión el propio Kinski en su inflamable autobiografía. Este vampiro se sabe con sed de amor, sabe que la inmortalidad no tiene sentido si va acompañada de la soledad, reconoce que hay cosas peores que morir, y deplora que nadie entienda los apetitos de un cazador como él. Hay mucha humanidad en ese monstruo, mucho anhelo irresoluto de mortalidad en sus actos. Cuando Nosferatu ve a Lucy en un portarretratos de bolsillo que Jonathan Harker lleva consigo, entiende que esa mujer puede ser la salvación para su alma en pena (“La ausencia de amor es el peor de los dolores”, le dice cuando por primera vez ve a esta mujer). Y por eso se embarca para Wismar llevando con él la plaga y la muerte.

 

Nosferatu, el vampiro (Nosferatu – Phantom der Nacht, 1979)

 

A partir de ahí la película es otra. La amenaza que se cierne sobre el puerto y el regreso de Jonathan convierten a Nosferatu en una obra contagiada de locura (algo que Herzog sin duda sabe retratar) que empieza por Renfield (Roland Topor), el empleado de la liga hanseática y que se prolonga paulatinamente por todos los habitantes de la ciudad, que ya se sienten condenados a morir. Entre hordas de ratas, animales abandonados, ataúdes y enseres tirados en las calles, la gente sale a bailar enloquecida celebrando sus últimos instantes de vida. Entre esa ebriedad febril, la figura de Lucy observándolo todo parece ser la de la única persona consciente de lo que ocurre, el único ser que entiende el origen de esta peste y de estas muertes. Y sabe, también, que su sacrificio es necesario.

 

Nosferatu, el vampiro (Nosferatu – Phantom der Nacht, 1979)

 

Ella sabe que Nosferatu la desea y que ese va a ser el punto débil del vampiro. Su inmolación es ante todo una entrega física: el vampiro se acerca a ella con una intención que es ante todo sensual, pues más que querer vampirizarla quiere poseerla sexualmente. La penetración de sus colmillos es metafóricamente la consumación de ese deseo de hacerla suya. Y así lo muestra la puesta en escena, la expresión de terror y de gozo de Lucy es una sola. El placer y la muerte en un solo sentimiento. En un solo grito que es pánico y es orgasmo. Ahí están conjugados Eros y Tánatos en un solo acto, unidos en una mordedura. Para Nosferatu es el volver a sentir un viejo anhelo, un ansia largamente aplazada; para la doncella Lucy es experimentar en su cuerpo intocado el deseo de otro ser, el contacto con una piel ajena que quiere y va a hacerla suya. Esta escena es absolutamente lírica y está resuelta con particular elegancia. Nada que ver con lo burdo del inicio de este Nosferatu. Aquí si hay pasión y entrega. En todo el sentido de la palabra.

 

Nosferatu, el vampiro (Nosferatu – Phantom der Nacht, 1979)

 

Herzog concluye su película con un giro pesimista (consecuente con su filmografía previa), uno que daría para pensar en una segunda parte que no se dio. Los herederos del vampiro pululan, sin embargo, por todo el cine posterior a este filme. Esa estirpe no se extingue: están condenados a vivir.

Citas:
1. Fundación bancaria “La Caixa” (Ed), Vampiros. La evolución del mito, 2020, Editorial Tenov, p. 26
2. Klaus Kinski, Yo necesito amor, Buenos Aires, Tusquets, 2013, p. 319

Publicado originalmente en la revista Kinetoscopio No. 131 (Vol. 31, 2022) págs. 36-37
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