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Carlos Malamud / Guatemala: prevaricación, corrupción y democracia

De ganar los corruptos el daño a la democracia sería irreversible. Parar el golpe permitiría una gran oportunidad para torcer el rumbo vigente

Bernardo Arévalo Guatemala

El presidente electo de Guatemala, Bernardo Arévalo, junto a la vicepresidenta electa, Karin Herrera, en una rueda de prensa en Ciudad de Guatemala. // Foto: EFE

Lo que está ocurriendo en Guatemala en relación con el resultado de las últimas elecciones presidenciales y parlamentarias es de una enorme gravedad. Sin embargo, es tal el clima de impunidad que se respira en el país que parecería que todo, o casi todo, está permitido y que no existe ningún límite para el desmantelamiento del sistema democrático, para la vulneración de la ley y ni siquiera para la prevaricación más alevosa. En este ambiente, no puede llamar la atención la deriva hacia la farsa, hacia lo patético e incluso hacia lo rocambolesco. En este ambiente, connotados jueces y fiscales, ubicados en lo más alto del Poder Judicial, quieren conducir al país al desastre más absoluto.

Por supuesto que estos probos funcionarios no están solos. Sin el respaldo y la complicidad de una parte importante del poder político y de ciertos poderes fácticos no podrían estar haciendo lo que hacen. Así funciona lo que en Guatemala se llama el “pacto de corruptos”, un engranaje cuasi mafioso erigido en torno a la omertá para garantizarle a sus integrantes y beneficiarios pingües negocios y protegerse las espaldas. Gracias a ese pacto y a un engranaje bien aceitado es posible entender la magnitud de algunas de las cosas que han pasado y siguen pasando en el país.

En 2007 comenzó a funcionar la Comisión Internacional contra la Impunidad en Guatemala (CICIG), con el respaldo de Naciones Unidas. Este organismo estuvo activo hasta 2019, cuando el entonces presidente Jimmy Morales, que estaba siendo investigado por irregularidades cometidas durante la financiación de su campaña electoral, decidió disolverlo de forma unilateral para cubrirse las espaldas. Desde entonces las cosas no son en absoluto como parecen ni como deberían ser, al tiempo que se amplió el margen de acción para los corruptos seriales.

Tras el aplastante triunfo electoral de Bernardo Arévalo en la segunda vuelta celebrada en agosto pasado, comenzó un descarado movimiento de pinzas por parte de los poderes fácticos. Se trataba de evitar que se consumara su victoria y que las posiciones, los negocios y la propia libertad de los corruptos se viera amenazada por el cambio político. En este contexto se denunció la posibilidad de un atentado contra el propio Arévalo, que podría haber cortado de raíz todo el proceso político iniciado con su victoria en las urnas.

Por un lado, y pese a perder por 21 puntos de diferencia, 58 a 37%, la candidata Sandra Torres, de la Unidad Nacional de la Esperanza (UNE), desconoció el resultado y denunció fraude. Y esto pese a disputar el balotaje con el respaldo de buena parte del establecimiento político y empresarial. ¡He aquí un claro milagro de la ciencia política! Un pequeño partido, hasta entonces marginal y prácticamente sin contar en las encuestas, de repente dispone de las herramientas adecuadas para manipular el resultado electoral de forma escandalosa.

Por el otro, la ofensiva judicial para desconocer la legalidad del partido Semilla, el partido triunfante, disolver su grupo parlamentario, revertir el resultado electoral y, de ser posible, bloquear el acceso al poder del presidente electo. Aquí encontramos un claro protagonismo de tres personajes singulares, los tres incluidos en la Lista Engel (de actores corruptos y antidemocráticos), elaborada por el Departamento de Estado de Estados Unidos. La terna está encabezada por la Fiscal General Consuelo Porras y cuenta con la participación destacada de Rafael Curruchiche, jefe de la Fiscalía Especial Contra la Impunidad (FECI) (sic) y del juez Fredy Orellana.

En su santa cruzada para impedir que Arévalo y Karin Herrera ocupen la presidencia y la vicepresidencia del país han decidido arremeter contra cualquiera que pueda amenazar sus objetivos, incluido el poder electoral. Por eso, han traspasado unas cuantas líneas rojas a sabiendas de las ilegalidades que cometían. Pero eso es lo de menos. Es tal la sensación de impunidad con que se mueven estos personajes que la bola de nieve en lugar de frenarse o reducirse ha seguido creciendo.

Por eso, el presidente electo ha comenzado a denunciar la orquestación de un golpe de estado en su contra: «Porras, Orellana y Curruchiche son responsables de violentar el proceso electoral y el orden democrático, han desviado su función constitucional de investigar y perseguir plenamente hacia un claro golpe de Estado en desarrollo». También ha interrumpido el proceso de transición con el gobierno saliente.

Gracias al apoyo de la sociedad civil y a una fuerte movilización ciudadana ha comenzado en Guatemala una campaña para preservar la vida de Arévalo, garantizar el cambio, forzar la salida de sus cargos de los tres cruzados judiciales e intentar comenzar a erradicar la corrupción. En realidad, el país se juega su futuro en este envite.

De ganar los corruptos el daño infringido a la democracia sería irreversible. Por el contrario, de poder pararse el golpe habrá una gran oportunidad para torcer el rumbo vigente. Pero solo será eso, una oportunidad, quizá la última, que habrá que saber aprovechar para convertir a Guatemala en un estado de derecho. El mismo que en el futuro inmediato permita reconstruir la democracia. Si se elige esa vía, el sacrificio y la carga de trabajo serán ingentes, si no, será una nueva vuelta de tuerca para reforzar la frustración y la rabia de buena parte de la sociedad.

*Publicado en El Periódico, de España.

 

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