Gente y SociedadPsicología

El crecimiento personal nos idiotiza

Los mensajes de crecimiento personal nos rodean, un eco constante que nos «idiotiza». La precarización emocional se banaliza y se mercantiliza.

 

Son abundantes e insidiosos los mensajes que, a diario, ya sea subrepticia o explícitamente, recibimos en nuestro entorno invitándonos a adquirir y desarrollar nuestra autonomía subjetiva a través de ejercicios de crecimiento personal, coaching emocional, técnicas de superación, diversos métodos de autoayuda de dudoso calado o, sin tapujos, distintas vías esotéricas o «sanadoras» (astrología, taichí, terapia floral, terapias energéticas…) que nos prometen la realización individual en el ámbito exclusivo de nuestra esfera privada. Las directrices son melosas y embaucadoras, pero también idiotizantes y, lo más preocupante, emocionalmente disciplinantes: «despliega tu amor propio», «sé tu propio universo», «tú fraguas el absoluto que eres», «abraza tu ser y el ser te abrazará» y otras patrañas y pamemas similares.

Este tipo de apotegmas, que pretenden alzarse como herederos de la Ilustración (cuyo lema kantiano –sapere aude!– intentaba dotar al individuo de herramientas intelectuales para alcanzar la independencia de juicio) o del estoicismo, esconde una peligrosa y desmembradora deriva (a)política. Mediante la banalización y mercantilización de la precarización emocional de la ciudadanía, sumergida en una narcotización intelectual causada por diversos malestares contemporáneos que se han hecho endémicos, esta clase de máximas del crecimiento personal nos desapropian de uno de los elementos más esenciales de una sociedad sana en términos de comunidad: la capacidad para sentirnos afectados por los demás.

Todo debe «fluir» en un cómodo transitar por la existencia, en un cándido e indolente resbalar por ella que nos permita eludir los disgustos

La autoayuda de la superación personal patrocina, bajo la salvífica y almibarada capa de la autodeterminación y de la autosuficiencia, una moralidad subordinada a la negación de los cuidados mutuos, es decir, expropiada de la responsabilidad por el bienestar común, en tanto que nos condena al ostracismo de nuestra esfera personal, a la soledad autoinfligida del privatismo emocional («si yo estoy bien, todo estará bien»): sujetos aislados que pujan por su propio bienestar en una insalubre incomunicación. Desde la perspectiva del más estupidizante crecimiento personal y de la autoayuda del pensamiento mágico («si quieres, puedes») se ofrecen variados viáticos para liberarnos de la «toxicidad» que nos provocan ciertas relaciones (personales, laborales e incluso con nosotros mismos) o para encontrar a nuestras «persona vitamina» (aquellas que nos hacen más fácil nuestro camino), es decir, se promueve, de continuo, la eliminación de cualquier rastro de contingencia, ambigüedad o problematicidad en nuestras vidas. Todo debe «fluir» en un cómodo transitar por la existencia, en un cándido e indolente resbalar por ella que nos permita eludir los disgustos, las contrariedades, los obstáculos y, en general, cualquier elemento potencialmente oneroso que pueda presentársenos.

Este género de estafas pseudoterapéuticas –que cobran paulatinamente un mayor protagonismo, potencian la enajenación emocional y menosprecian nuestra inteligencia– nos hacen olvidar que vivimos y sobrevivimos por y gracias a la dimensión política de los cuidados mutuos, de las relaciones intersubjetivas que trazamos mediante la capacidad para ser afectados por los otros en toda la insoslayable e inevitable pluralidad de sus manifestaciones. En cada una de nuestras acciones, en cada una de nuestras palabras proferidas –e incluso pensadas–, somos agentes morales y políticos que confeccionan un tipo de mundo en función de ese hacer, que es intransferible.

Muy al contrario, al desplazar la vulnerabilidad al ámbito meramente individual y privado, estas técnicas pseudoterapéuticas someten al sujeto a la presión de tener que ser el único forjador de su propia felicidad (o desdicha) y le hace relegar su compromiso cívico en pos de su bienestar individual. Sujetos que se piensan ultra autónomos pero que, justamente a la inversa, se vuelven del todo dependientes de técnicas que los despojan de su inteligencia e incluso de sus afectos, lo que deriva en la «irresponsabilidad de los privilegiados», como ha denunciado en las últimas décadas con gran lucidez Joan Tronto, profesora de Teoría Política en la Universidad de Minnesota (en Moral boundaries: A Political Argument for an Ethic of Care, libro de 1993, o en Contre l’indifférence des privilégiés, de 2013). Una irresponsabilidad que tiene que ver con ignorar formas de adversidad que esos privilegiados no tienen que afrontar. Sumirnos en nuestro universo privado, y ceñirnos a nuestro bienestar personal, hace el mundo más mezquino, provoca que eludamos la dimensión relacional y contextual de nuestra existencia y reduce los cuidados y la atención a un onanismo emocional en virtud del cual el sujeto no se permite encontrar ninguna traba para la satisfacción de sus deseos, intenciones y anhelos. Los mensajes más arriba expuestos, melifluos y de amplia difusión, llegan a cada vez más niños y adolescentes que, cuando han de enfrentarse a alguna dificultad, no saben cómo plantar cara a cualquier atisbo de frustración, en tanto que han sido adoctrinados en la jerigonza del «si quieres, puedes».

La ética de los cuidados, que es una ética de la atención por y con el otro, es sustituida por una dulzona moralidad de la autosuperación, entendida como una salvación de todo aquello que resulta amenazante, inquietante o desafiante, mientras, por otra parte, nos invitan de continuo a «dejar nuestra zona de confort»: porque, ya lo sabemos, a estas técnicas les va el negocio en ello, es decir, en el hecho de que precisamente nos vaya mal, y no hay nada como abandonar un confort alcanzado con esfuerzo y largos años de denuedo para necesitar, de nuevo, las herramientas del chamán de turno que nos ayude a «crecer personalmente».

En definitiva, la idiotización a la que nos exponen los gurús del crecimiento personal está consiguiendo que rehuyamos nuestra responsabilidad comunitaria, que depositamos por entero en los agentes políticos institucionales (con el consiguiente peligro que esto supone), de manera que cada sujeto ha de ser el exclusivo garante, y por tanto el exclusivo culpable, de su dicha o desgracia, sin tener que preocuparse de lo que sucede en su contexto más cercano. Sin tener que prestar atención a las desventuras del otro, desoyendo el dictado, tan bello como certero, de Simone Weil en sus Cuadernos (publicados en Trotta, 2001): «Contemplar la desgracia ajena sin apartar la mirada, no sólo la mirada de los ojos, sino la mirada de la atención, es hermoso. Es detenerse».

 

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