La invención de la censura
«La muerte de Sócrates» (1787), de Jacques-Louis David.
Como tantas otras cosas buenas y malas, los griegos también inventaron la censura. Y no debe extrañarnos, porque griegos son también dos inventos que están estrechamente ligados a la censura: democracia y libertad de expresión. La democracia, lo sabemos, nació en Atenas en el siglo v, y básicamente consistía en que cualquier ciudadano podía ser electo para ejercer funciones de gobierno. Sin embargo, lo más importante de la democracia es que ésta supone que todos los ciudadanos son por igual sujetos de derechos y de deberes. Un concepto entonces absolutamente novedoso, algo nunca antes visto, pues en la monarquía y en la tiranía el pueblo prácticamente carecía de derechos, los cuales recaían exclusivamente en aquél que detentaba el poder: el monarca o el tirano. Los griegos se sentían más que orgullosos de haber inventado la democracia. Decían que gracias a ella se diferenciaban de los pueblos bárbaros. Solo los griegos, decían, eran ciudadanos libres. Los bárbaros no podían ser más que esclavos por naturaleza, pues se postraban ante un tirano o ante un rey.
El concepto de libertad de expresión sí era bastante diferente del nuestro, y mucho más restringido. Los griegos la llamaban parresía, que significa algo así como la posibilidad de «decirlo todo». Se trataba de un derecho que tenían los actores cómicos de burlarse de todo lo que les viniera en gana, solo y solo durante los festivales de comedias, una vez al año. Por supuesto que ese derecho lo aprovechaban los comediógrafos para hacer las más atrevidas denuncias contra los políticos atenienses, a los que acusaban de corruptos y depravados, y de cuyas amantes y concubinas se mofaban, un poco medio en serio y medio en broma sin que nadie pudiera tocarlos con el pétalo de una rosa.
Sin embargo, la conquista de las libertades civiles también fue para los antiguos griegos -por qué no habría de serlo también para ellos- un largo y difícil camino. Un camino señalado por los que entonces llevaban la voz de la inteligencia: los poetas y los filósofos. En un libro fundamental, La censura en el mundo antiguo (Madrid, 2007), el filólogo español Luís Gil nos cuenta cómo el primer caso de censura gubernamental en Grecia fue la constitución de Licurgo, que convirtió a Esparta en un estado cerrado y militarista. Para ello, era necesario mantener a la población alejada de toda influencia externa. Este aislamiento se materializaba prohibiendo a la población los viajes al exterior, pero también censurando a los poetas y a los filósofos, quienes podían «contaminar» con sus novedosas ideas a los habitantes de ese gran cuartel llamado Esparta. También estaban prohibidos los festivales de teatro, y las clases de filosofía y de retórica.
Uno de esos peligrosísimos poetas era Arquíloco. Éste se burlaba en sus poemas de la vieja mentalidad militar, así como de las hazañas de los héroes homéricos. Esto, para un gobierno militarista y conservador como el de Esparta, constituía una afrenta inadmisible y una postura amenazadoramente subversiva. Cuenta Plutarco que el día que a Arquíloco se le ocurrió pasarse por Esparta fue expulsado en el instante mismo de su llegada. A esto añade el historiador romano Valerio Máximo que los espartanos «ordenaron sacar fuera de la ciudad los libros de Arquíloco», temiendo que pudieran ser leídos por sus hijos. En realidad, no fueron los únicos libros en ser arrojados de la ciudad. Plutarco, en sus Instituciones lacedemonias, nos recuerda que los libros en general estaban prohibidos, como también los maestros extranjeros.
Sin embargo, el caso más célebre de censura contra un intelectual en la antigüedad fue sin duda el juicio y condena de Sócrates, el humanista y librepensador por excelencia. Es verdad que Atenas gozaba de un régimen tolerante que consagraba las libertades democráticas, pero parece que Sócrates fue demasiado lejos. Por ser un popular maestro se le acusó de corromper a los jóvenes. Por estudiar los fenómenos celestes se le culpó de irrespetar a los dioses, es decir, de impiedad, asébeia. Todo esto lo cuenta Platón en su llamada Defensa de Sócrates, que recoge el discurso pronunciado por el mismo maestro el día de su juicio. Dice que por entonces circulaba un oráculo en que Apolo declaraba que el hombre más sabio de Atenas era Sócrates. Éste, convencido de su propia ignorancia («solo sé que no sé nada») e intrigado por la palabra del dios, quiso confirmarla por sí mismo. A tal fin, se dio a la tarea de entrevistar a los especialistas más conocidos de la ciudad, para que le demostraran cuánto dominaban su oficio. Así conversó con un juez, esperando que le explicara en qué consiste la justicia. Lo mismo hizo con un general, esperando que supiera del valor. Y con un artista, esperando le revelara el sentido de la belleza. Sócrates se sintió muy defraudado al comprobar que tampoco ellos sabían nada, ni mucho menos dominaban su oficio. Entonces propuso que la ciudad, en vez de condenarlo, lo premiara con una cena en el Pritaneo (un honor reservado a atletas y famosos), agradecida por haber demostrado que los más ilustres ciudadanos atenienses no eran más que una cuerda de ignorantes. El jurado, enfurecido, lo condenó a muerte.
No es casual el que los primeros casos de censura en la historia hayan coincidido con el nacimiento de la democracia y del concepto de las libertades civiles. Tampoco parece azaroso el que sus primeras víctimas hayan sido precisamente dos maestros de la palabra: el bardo y el pensador. La censura a estos dos intelectuales, Sócrates y Arquíloco, filósofo y poeta, nos muestra cómo opera siempre en esa zona crepuscular que media entre la libertad y la opresión, entre la verdad y el silencio. También nos muestra cuán violenta puede ser la reacción por parte del poder cuando se siente amenazado.
ESTA NOTA FUE PUBLICADA EN PRODAVINCI EL 30/06/2018.