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Valor y papel de la monarquía en democracia

Un presidente de la República se puede permitir ejercer como un monarca decimonónico, pero un rey en democracia solo puede comportarse como un rey republicano.

 

En el juramento de la Constitución por la princesa de Asturias al alcanzar la mayoría de edad se aprecia uno de los indudables valores de la monarquía: su continuidad sin interrupciones ni bloqueos, correspondiendo la sucesión a una persona a quien desde la cuna se le forma y se le inculcan sus responsabilidades con la alta magistratura que estará llamada a ejercer. Sabiendo, además, que su ejemplaridad, no solo pública sino también privada, es un componente imprescindible para que la Corona disfrute de la credibilidad y de la autoridad moral que necesita para cumplir con su papel constitucional.

Aún más, qué duda cabe de que la serenidad y el rigor que transmite hoy la Corona, su compromiso con nuestras instituciones democráticas y con el futuro del país enfatizando aquello que nos une, es un soplo de aire fresco en estos tiempos de “barullo” político y de polarización. La sobriedad del ceremonial celebrado, lejos de la pompa y circunstancia británica, son también expresión de cómo la Corona puede simbolizar los valores democráticos. Es testimonio de una larga herencia como nación, pero confirma que nuestra unión enraíza en la actualidad en esos principios compartidos y en la solidez de nuestras instituciones.

Es verdad que el hecho de que la Corona sea una institución hereditaria y vitalicia exige una explicación sobre su compatibilidad democrática y sobre la posición y las funciones que le corresponden a un rey. En relación con la primera de las cuestiones, la monarquía se concilia con la democracia en el momento en el que, en su mutación como parlamentaria, el rey, como jefe del Estado, ve neutralizados sus poderes políticos. El ámbito de decisión de “lo político” va a quedar circunscrito al espacio Gobierno-Parlamento, siendo allí donde se tiene que expresar la competición ideológica y donde el juego de las mayorías permite la adopción de las políticas públicas y de las decisiones que a todos nos vinculan. El rey, sin embargo, permanece en una posición neutral como jefe del Estado, situado supra partes, lo que le permite cumplir con una importante función de tipo representativo y moderador. En este sentido, como nos ha enseñado el profesor Eloy García, “la no elección es el precio de la razonabilidad democrática de la neutralidad”, y la neutralidad es el presupuesto sobre el que se asienta el valor de esta institución para una democracia.

Como símbolo, el rey representa “la unidad y permanencia del Estado” y debe erigirse en un “paradigma ético y estético del cuerpo político” (Herrero de Miñón), cumpliendo así con una función de inspiración constitucional. Fue García Pelayo quien destacó en nuestro país la función esencial que tienen los símbolos políticos para lograr la integración política, porque esta no se consigue solo a través de mecanismos racionales, sino que exige otras vías irracionales para acercar una realidad abstracta, que no es perceptible, y hacerla carne para que pueda ser asequible a una importante parte de la población. Los símbolos despliegan así una eficacia pedagógica, pero también movilizadora, condensando “afectos y sentimientos desde la lealtad hasta la identificación con el propio grupo, con su pasado y con su futuro, con sus recuerdos y sus proyectos” (Herrero de Miñón).

Además, el rey en democracia también cumple con un discreto poder moderador. Le corresponde, según nuestra Constitución, arbitrar y moderar “el funcionamiento regular de las instituciones”. Pero conviene no equivocarse: no podemos concebir al rey como un defensor “político” de la Constitución con resabios schmittianos, ni le corresponde un poder de reserva último para salvar las esencias patrias. En nuestro país, las certeras intervenciones de nuestros monarcas en momentos críticos como fueron el 23-F y el 3-O, con sus diferencias, han dejado un resabio en ese sentido de concebir al rey como un metapoder en la excepción. Algo con lo que hay que ser muy cuidadosos, porque no se pueden cargar sobre sus espaldas responsabilidades que no le corresponden. De hecho, en estos días se escuchan cantos de sirena que, desconociendo los postulados básicos del papel de un rey en democracia, apelan a que el rey se niegue a firmar una ley de amnistía que muchos pensamos que sería a todas luces inconstitucional. Pero, si así lo hiciera, el rey estaría sentenciando de forma definitiva nuestro orden democrático, creando un conflicto constitucional que haría saltar por los aires la Constitución. Por suerte, la prudencia y el profundo conocimiento constitucional de nuestro rey Felipe VI son una garantía y su neutralidad se ve confirmada en cada uno de sus pasos. Su papel moderador, como describiera el gran teórico de la monarquía parlamentaria, W. Bahegot, se limita a “ser informado, a aconsejar y a estimular” con discreción y, cuando intervenga públicamente, lo hará con el necesario refrendo del Gobierno.

Un presidente de una república parlamentaria, en tanto que magistratura electa, aunque tenga que cuidar su neutralidad, al final puede permitirse unas licencias que serían intolerables en caso de ser ejercidas por un rey, por mucho que la intervención tuviera una indudable vocación tuitiva del orden constitucional. En otras palabras, un presidente de la República se puede permitir ejercer como un monarca decimonónico, pero un rey en democracia solo puede comportarse como un rey republicano.

Su valor en democracia, como he venido sosteniendo, no es el ejercicio de un poder efectivo, pero tampoco se queda en lo meramente decorativo, sino que desempeña esa más modesta pero importante función “comunicativa” (Eloy García), que yo llamaría de inspiración constitucional, la cual en estos momentos turbulentos puede ser vital para preservar los fundamentos de nuestro sistema.

En primer lugar, el rey puede intervenir tratando de movilizar y de inspirar a las fuerzas políticas para que, en determinados momentos o asuntos clave, superen la lógica partidista que está carcomiendo el buen funcionamiento de nuestras democracias, señalándoles un actuar con “voluntad de Constitución” (Hesse) allí donde deban imponerse unos intereses institucionales superiores. En segundo lugar, frente a las tendencias polarizadoras y a la atomización identitaria, el rey viene a identificar aquello que nos une, esos valores supraindividuales que constituyen la clave de bóveda de la integración política, “fomentando la solidaridad sentimental intergeneracional, base de la continuidad del Estado que su Jefatura expresa y garantiza” (Herrero de Miñón). En tercer lugar, frente a la liquidez de la vida política en unas democracias donde todo se ha vuelto simulado, el rey puede dar solidez y ha de recordar aquellas cosas que debemos conservar. Y, por último, el rey es también un contrapeso simbólico ante las derivas presidencialistas y frente a las mayorías políticas “prepotentes”. No se trata de que el rey haga palidecer al presidente del Gobierno, pero debemos enfatizar la idea de que este encuentra en el monarca una figura complementaria, con la que habrá de mantener un diálogo institucional fluido y al que deberá escuchar con atención.

Unas funciones con las que el rey constitucional deberá cumplir siendo mucho más que un símbolo estático, con intervenciones activas, a través de consejos discretos, pero también de posicionamientos públicos, de su presencia en actos… Consciente, eso sí, de que en la medida que la eficacia de sus intervenciones va a depender de la influencia que pueda ejercer, de su poder de persuasión, resulta fundamental que sea un rey “veraz” (Eloy García) y, para ello, su ejemplaridad pública y privada tiene que ser incuestionable, según dijimos. Ese es el papel del rey y el valor de una monarquía en una democracia.

 

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