Isabel Coixet: ‘Gaslighting’ o el arte de silenciar
El gaslighting es una técnica de intimidación y manipulación mental como ninguna otra. El depredador descalifica sádicamente a su presa, una mujer, hasta el punto de hacerla dudar de su propia razón, invirtiendo los roles: él es la víctima, ella es el problema. Es un término que pasó al lenguaje común en Estados Unidos y que se inspira en el título de una magistral película de George Cukor, estrenada en 1944, Gaslight (‘Luz de gas’). La historia se desarrolla en el siglo XIX, una joven rica (Ingrid Bergman), casada con un hombre con un oscuro secreto (Charles Boyer), que la aísla, la manipula, la menosprecia hasta el punto de hacerla parecer loca a los ojos de su entorno: cada vez que se encuentra sola en casa, la luz de gas pierde intensidad, de manera inexplicable, como si alguien estuviera presente en la casa. El responsable, sin embargo, niega tajantemente su presencia en la casa y la víctima acaba dudando de su propia cordura.
Tengo la sensación de que la realidad (léase ‘las cosas que pasan’) está utilizando la técnica de la luz de gas para volvernos locos
El tema de desacreditar a una esposa que, sin embargo, era amorosa y devota atrajo tan poderosamente a las desesperadas amas de casa de la década de 1950 que la palabra se convirtió en un concepto. Y que la expresión gaslighting apareció en las sentencias de divorcio, como relata Hélène Frappat en su ensayo Gaslighting, el método de silenciar a las mujeres. El hombre que utiliza la técnica del gaslighting es en cierto modo el equivalente al perverso narcisista. Todos sabemos más o menos que en la historia los gaslighters son legión: borran a las mujeres de la investigación colectiva, incluso cuando han participado activamente en ella. Apartan de la historia del arte a las artistas, minimizan sus logros y, en su última reencarnación, afirman tajantemente que lo que consiguen las mujeres se debe a las cuotas, a que se han acostado con alguien o, a simplemente, la última ola feminista que presiona a los comités y jurados para que premien a las mujeres por el hecho de serlo, olvidando sospechosamente que llevamos tres mil años de historia primando en todos los terrenos a los hombres por el mero hecho de serlo.
En los últimos años yo tengo la sensación de que la realidad (léase ‘las cosas que pasan’) está utilizando la técnica de la luz de gas para volvernos locos a todos y que no sepamos dónde nos da el aire. No sólo son ya las noticias falsas, los hechos alternativos o las teorías conspiranoicas, ahora es la multiplicidad de opiniones y adhesiones y posicionamientos con que cada día nos bombardean inmediatamente tras cualquier suceso, desde todos los medios de comunicación y las redes sociales. Es agotador intentar, cada mañana, procesar las noticias e intentar entender qué está pasando realmente y por qué, cosas que en otro tiempo eran los requisitos fundamentales que te indicaban qué pensar, qué sentir, qué decir y cómo actuar. Ahora, la opinión gana terreno a la información y las noticias nos llegan sesgadas por corrientes que, salvo notables excepciones, se sitúan entre la superioridad moral, la ñoñería y la estupidez. Parece más importante estar del lado bueno de la historia y mostrarse, rayando en el exhibicionismo, moralmente ultrajado que analizar con rigor los hechos y ahorrarse el sermón buenista.
A esto se añade una cuestión, quizás banal para muchos, pero que a mí me revuelve las tripas: cuando tú sabes que los mismos que escriben sentidos y pseudopoéticos textos mostrando su santurrona solidaridad con ‘las víctimas de todos los lados’ son unos perfectos cabrones con su entorno.
Qué fácil es solidarizarse con las fotografías de bebés ensangrentados y qué difícil ser alguien más o menos íntegro, cabal, generoso y compasivo con los que tenemos al lado.