Los estudiosos hacen remontar la historia del pensamiento en América al franciscano Alonso Briceño, que nació en Santiago de Chile, se formó y enseñó en Lima, fue obispo de Nicaragua y Venezuela y murió en Trujillo, en los Andes venezolanos. Nació en efecto en Chile, en 1587, aunque descendiente de los conquistadores del Perú. Su abuelo paterno fue el zamorano Alonso Arévalo Briceño, uno de los quince que apresaron a Atahualpa, el último rey inca. Por el lado materno su abuelo fue Francisco de la Peña, jienense de Valdepeñas cuyo valor ensalzó Ercilla en la Araucana (I 5): “se revuelve con tal desenvoltura / cual Cesio entre las armas de Pompeo / o en Troya el fiero hijo de Peleo”. Su padre, el capitán Alonso de Arévalo Briceño, castellano de Guadalajara, se había establecido en Chile, donde casó con la santiaguina Jerónima Arias de Córdoba. Alonso fue su primogénito. Cuando tenía cinco años la familia se trasladó a Lima. Durante el viaje nacería su hermano Agustín, que siguió la carrera militar y llegó a gobernador de Santiago. Fue él quien después costeó la edición de las obras de Alonso.
En Lima hizo todos sus estudios, tomando el hábito franciscano el 30 de enero de 1605. Entonces predominaba la enseñanza de una filosofía esencialmente clerical, de hecho algunos llegaban a considerar a la filosofía como ancilla Theologiae, “sirvienta de la teología”. A comienzos del siglo XVII ya Lima es uno de los grandes centros académicos del mundo hispano. La Universidad de San Marcos, la primera de América, había sido fundada en 1551 por real cédula del emperador Carlos V y reconocida como Pontificia por el Papa Pío V veinte años después. Allí se enseñaba latín, teología, castellano, gramática y retórica, pero también, conviene recordarlo, quechua. Sin embargo, la mayor importancia era para los estudios teológicos. En esa época la Universidad de San Marcos llegó a tener dieciocho cátedras de teología. Había también otros colegios a cargo de las órdenes religiosas, además de los llamados “Colegios para Curacas”, destinados a la élite indígena. Algunos “curacas” o caciques llegaron a graduarse de abogados en el siglo XVIII.
Briceño fue ante todo un teólogo. Por aquella época la universidad hispánica, de uno y otro lado del Atlántico, aún reproducía las viejas controversias medievales que confrontaban las tesis del franciscano escocés Juan Duns Escoto (1266-1308) con las de Tomás de Aquino (1224-1274). Como dice Ángel Cappelletti (Textos y estudios de filosofía medieval, 1993), “Scoto intentó introducir el aristotelismo en la escuela franciscana, baluarte del agustinismo platónico”. Para Escoto, el “Doctor Sutil” que estudió y enseñó en París, Oxford y Cambridge, la voluntad es superior y más perfecta que el entendimiento, pues es capaz de asentir o negar. Esta tesis se opondrá frontalmente a la del “Doctor Angélico”, el “divino” Tomás. Para el Aquinate, una posición socrática donde las haya, la esencia de la voluntad es seguir al entendimiento una vez que conoce el bien. Escoto, “un realista moderado” en palabras de Bertrand Russell, implicará toda su artillería lógica en la que fue su mayor empresa teológica: la defensa del dogma de la Inmaculada Concepción. Tendrá, pues, una razón de más para ganarse la virulenta repulsión de los seguidores del Tomás.
En el siglo XVI las universidades y seminarios de España y América no hacían más que reproducir estas viejas controversias medievales. A Briceño, que resaltó como estudiante por su agudeza y que ganó la oposición a la Cátedra de Artes dedicando quince años a la enseñanza, le llamaban de estudiante “el pequeño Escoto”, y después, de profesor, “el Segundo Escoto”. Pronto empezó a escalar posiciones entre los Franciscanos. Desempeñó los cargos de Guardián del Convento de Lima y Cajamarca, Consejero de Provincia, Provincial de Jauja y Visitador de la Provincia de Charcas y de Chile; pero lo que en realidad deseaba era predicar a los indios, de modo que entre 1630 y 1637 se desempeñó también como Doctrinero.
Es de pensar que para esta época ya había escrito su primera obra, las Disputaciones sobre el Libro Primero de las Sentencias de Juan Escoto, más de mil trescientas páginas en dos volúmenes. El libro será publicado en Madrid en 1638. Un año antes Briceño había sido enviado a Roma como representante del Perú en el Capítulo General de la Orden. De paso por España hace las diligencias para la edición de su obra, cuyo contenido impresiona sinceramente al General de la Orden. En 1639 lo tenemos de nuevo en España, de regreso de Roma, donde llegó a desempeñarse como consultor del Santo Oficio. En España desempeña asimismo cargos administrativos y, según algunos, adelanta diligencias a fin de acceder a una Mitra. Esta se le concede en noviembre de 1644, cuando es presentado para la sede episcopal de Nicaragua y Costa Rica, siendo consagrado en la Ciudad de Panamá un año después, el 21 de noviembre de 1645.
Hacia la década de los cincuenta del siglo XVII las relaciones entre el obispo de Venezuela, el benedictino Mauro Tovar, y los caraqueños no pueden ser peores. Prácticamente no había en Caracas quien no hubiera tenido algún conflicto con el díscolo prelado. De ahí que repetidamente se hubiese solicitado al rey que lo trasladara, y el rey, en 1652, a Roma. Finalmente, en agosto de 1653 el Papa Paulo IV nombra a Briceño Obispo de Caracas, y el 9 de octubre se notifica al Cabildo Catedralicio que el obispo Tovar ha sido trasladado a Chiapas. Briceño, que se encuentra en Nicaragua predicando a los indios, no parece muy contento con la noticia, y a partir de entonces comienza una serie de dilaciones con las más variadas e increíbles excusas, antes de pisar suelo venezolano ocho años después.
Finalmente el Consejo de Indias obliga a Briceño a asumir su nuevo cargo, y en efecto lo tenemos desembarcando en Maracaibo el 27 de diciembre de 1660, no sin antes haberse detenido innecesariamente en Panamá y Cartagena. El nuevo Obispo evita por todos los medios dirigirse a Caracas, tan malas referencias tiene de la ciudad y de sus pésimas relaciones con el obispo Tovar. Sin entenderse aún con las autoridades caraqueñas, eclesiásticas ni civiles, Briceño marcha a Trujillo, entonces la ciudad más importante del occidente venezolano, y allí toma posesión como decimotercer obispo de Venezuela el 14 de julio de 1661, con pompa y séquito debidos. En Caracas lo hará el 13 de septiembre por medio del arcediano Domingo de Ibarra, al que ha designado para ello. En Trujillo permanecerá hasta su muerte el 15 de noviembre de 1568, junto a su biblioteca de más de mil volúmenes, dedicado a sus quehaceres pastorales aunque también al estudio y la escritura. Se dice que fue el primero en autorizar el culto a Nuestra Señora de Coromoto.
Murió de unas “calenturas” contraídas mientras practicaba la montería por los llanos de Monay. Su médico Luis de Espinoza le aplicó “zumo de mastuerzo; palominos abiertos sobre el vientre; piedra bezoar en vaso de plata dorada, traída especialmente del convento mercedario de Santa Fe; plantillas de piel de gato y hasta el auxilio milagroso de un dedo de San Francisco Solano, en pectoral puesto sobre el ilustre enfermo, amén de otras especialidades de la época”. A Caracas no fue nunca, ni siquiera en ocasión de la visita pastoral de 1667, cuando estuvo tan cerca como en Valencia y La Victoria.
A pesar de aparecer en el primer tomo de la Antología del pensamiento filosófico venezolano del maestro García Bacca (Caracas, 1954), no se puede decir que las Disputaciones de Alonso Briceño sean una obra propiamente venezolana, dado que fueron escritas mucho antes de que su autor hubiera llegado al país. Sabemos que el filósofo escribió en sus últimos años de Trujillo otras obras que se encuentran extraviadas, y que sí podrían ser consideradas como los primeros tratados filosóficos escritos en Venezuela. Sin embargo las Disputaciones, primera obra filosófica escrita por un americano en América, tendrá una gran influencia en otros tratados de orientación escotista que después se escriban en el país, como el Opus Theologicum del franciscano Agustín de Quevedo Villegas (1753-1757) y la Theologia Expositiva del fraile tocuyano Tomás Valero (1753). Como nota Ángel Muñoz García (“Alonso Briceño, filósofo de Venezuela y América”, 2004), su presencia fue relativamente frecuente en las bibliotecas coloniales venezolanas, apareciendo por ejemplo en el catálogo de la biblioteca del Colegio de los Jesuitas de Mérida, pero también en el del Chantre de la Catedral de Caracas, doctor Juan Dávalo Chirinos, de 1725, y el del presbítero Francisco Piñango, Cura Rector de esa Catedral, en 1717.